Me duelen TODAS las muertes, las
de Paris, las de Beirut, las de Siria, las de Palestina, las de Israel, las de
Afganistán, las de Estados Unidos, las de Venezuela y las de Uruguay.
Me duelen todas las muertes
porque la muerte siempre duele. Aún cuando la esperamos o cuando racionalmente
sentimiento que es lo mejor, la muerte siempre duele. Y nos duele por lo que
nos roba, por el otro que ya no va a estar, y por lo nuestro que se va con él.
Nos duele por los que sufren por la pérdida y porque nos pone de cara con
nuestra única certeza absoluta: nuestra propia mortalidad.
Pero más me duelen las muertes
absurdas que son producto de la violencia. Pensaba decir irracional, pero
lamentablemente, la mayoría de esas muertes absurdas son fruto de algo
planificado, fríamente calculado, medido con una precisión quirúrgica. Y eso es
lo que más me indigna y duele. Miles de años de evolución no han hecho más que
sofisticar nuestra increíble tendencia a la destrucción, que siempre termina
siendo a la autodestrucción.
Y no importa de qué bando sea, no
importa quien tiene circunstancialmente la razón, no olvidemos que cada uno ve
la realidad desde su punto de vista y por lo tanto siente que tiene la razón.
Podremos tener distinto color de piel, distinto género, distintas creencias
filosóficas o religiosas, pero la sangre de todos los seres humanos que riega
los lugares donde se produce una matanza siempre es roja. Y siempre, detrás de
un muerto existen padres, hermanos, parejas, hijos que sufren el desgarro en su
corazón que implica la muerte.
Para colmo, en esta sofisticada insanía
que implica la guerra moderna, cada vez más, los muertos son mujeres, hombres,
ancianos y niños inocentes que nada tienen que ver con los obscenamente
mezquinos intereses que están detrás de ellas.
Atentados terroristas como los de
los últimos días en Beirut o Paris o bombardeos que caen “por error” sobre
escuelas, hospitales o zonas urbanas atestadas de gente no hacen más que
confirmar que los seres humanos somos considerados cada vez más como “daños
colaterales” y menos como personas. No es necesario esperar futuros
apocalípticos donde las maquinas se rebelan y quieren extinguir a los humanos,
ya lo estamos haciendo nosotros mismos.
Y lo más triste del caso, estas
escaladas de violencia no hacen más que fomentar y alimentar a las fuerzas más reaccionarias.
Los Trump, Le Pen, Bush, etcétera, y toda la industria armamentista se relamen
y disfrutan cada vez que una bomba estalla, sea en el lugar del mundo que sea.
Discrepo radicalmente con los que
dicen que los muertos del tercer mundo no le importan a nadie, cuantos más
muertos haya de uno y otro bando, más armas se venden para vengarlas.
En estos días leí un artículo de Rubén
Darío Buitrón donde plantea lo siguiente:
¿Quiénes compran el petróleo al Estado Islámico? Las mismas potencias
mundiales.
Pero los medios y los periodistas que manejan el discurso “occidental” (un
discurso xenófobo, con complejo de superioridad, que comete el delito de
discriminación por creencia religiosa, que sube los altares a sus presidentes
genocidas) miran a los atacantes de París a la distancia y con miedo, como si fueran
demonios.
Pero no.
Los demonios están mucho más cerca de lo que creen: son sus propios
gobernantes.
Más allá de compartir prácticamente
la totalidad de lo que el autor plantea, lamento agregar que esos gobernantes
no llegaron al poder por decisión divina, nosotros los pusimos ahí. Negar eso,
plantear teorías conspirativas de como las grandes corporaciones son las que
realmente gobiernan, como si estas no estuviesen dirigidas por humanos, no hace
más que intentar eximirnos de responsabilidad. El famoso “yo no los voté” tan
popular por estos lados. TODOS somos responsables de la violencia de la misma
forma que TODOS somos sus víctimas. Por eso, toda forma de violencia es, en
definitiva, autodestructiva.
Muchos se preguntarán “¿y yo que
tengo que ver con lo que ocurre a miles de kilómetros?” “¿Cómo puedo ser
responsable de algo tan ajeno a mí?” Ese es precisamente uno de los principales
problemas que nos impiden aproximarnos a una solución. Seguimos centrados en
nuestro yo individual, viendo nuestra chacrita sin asumir que somos parte de un
todo y que por lo tanto, cualquier cosa que le ocurra al todo nos afecta, de la
misma forma que, aunque nos cueste comprenderlo, lo que ocurre a cada uno,
afecta al todo.
Por eso, si realmente queremos
comenzar a poner un límite a esta barbarie, debemos dar un verdadero salto
evolutivo y pasar de la primera persona del singular a la consciencia del
nosotros, a la consciencia de totalidad. Y de esa forma asumirnos como co
responsables de todo lo que ocurre en la totalidad, para bien o para mal. Solo
de esa forma tendremos alguna esperanza de torcer ese camino inexorable hacia
la autodestrucción que la humanidad toda estamos transitando.
Hay un viejo dicho que dice,
valga la redundancia, que si todos los chinos saltaran a la vez podrían torcer el
eje de la tierra, con todo lo que eso implicaría. Por eso, lo importante es que
no lo sepan. Y de eso se trata, de hacernos creer que no podemos hacer nada o,
lo que es prácticamente lo mismo, que no seamos consciente de lo que realmente
podemos hacer.
La peor forma de dominación no es
por el miedo o el terror. La peor forma de dominación es a través de la ignorancia
y la desvalorización, impedir que el otro se conozca y asuma su poder personal,
y hacerle sentir que no tiene ninguno y que no es nadie sin su dominador.
Ahora bien, si queremos logran un
cambio real de consciencia, y lo que es fundamental, que sea sostenible,
debemos comenzar primero por nosotros mismos, por nuestra consciencia. Y, como
cualquier modificación en algunas partes afecta al todo, nuestro cambio se irá
sumando al de otros y se convertirá en una verdadera revolución. En una que
realmente funcione, en una que venga desde abajo, desde las bases y por lo
tanto, como vendrá de lo más profundo de nosotros mismos, sin violencia.
Si miramos la historia de la
Humanidad, veremos que todas las revoluciones violentas fracasaron. Y lo
hicieron por dos razones fundamentales: porque generalmente no vinieron de
abajo si no de arriba, de elites iluminadas que se arrogaron el poder de saber “lo
que el pueblo quiere y necesita” y por lo tanto, no surgieron de un cambio
general de consciencia que le diera legitimidad y sustentabilidad. Por eso, la
mayoría de las revoluciones violentas de la historia, terminaron en cruentas
dictaduras que terminaron avasallando todo aquello que pretendían defender.
Ahora bien, ¿como generamos ese
cambio a partir de nosotros mismos? En primer lugar, reconociendo y asumiendo
nuestra propia violencia.
Todos nos horrorizamos cuando
vemos las imágenes de niños muertos o mutilados, de ciudades destruidas por las
bombas o cuando, como en los sucesos de Paris, vemos que no estamos tan lejos,
que ya no es tan seguro ir a un toque de una banda de rock o a un partido de
fútbol en una de las ciudades más importantes del orbe. Pero esas son formas de
violencia extremas. También es violencia cuando destratamos a quien tenemos al
lado, cuando le negamos oportunidades, cuando intentamos someterlo a nuestros
deseos.
Violencia no es solo la que se
practica con un arma o una bomba. Violencia no es solo el golpe que el marido
le da a su esposa porque la sopa estaba fría. Violencia es también el insulto,
la prepotencia, el engaño, la humillación.
Cuando un padre le dice a su hijo
pequeño “no llores no seas maricón” también es violencia porque le está
enseñando a reprimir sus afectos y de esa forma a negarse a sí mismo.
Y también lo es cuando, por miedo
a quedarnos solos, boicoteamos las posibilidades y los deseos de crecimiento de
quien tenemos al lado.
Violencia es todo aquello que de
una forma u otra atenta contra la dignidad del otro. Por eso nadie se puede ni
debe sentir ajeno a ella.
La mayoría de los jóvenes que
irrumpen armados hasta los dientes en los colegios de Estados Unidos y disparan
contra todo lo que se les pone adelante, sufrieron alguna especie de abuso o
bulling. Aquí, en nuestro pequeño paisito, todos recordamos a la joven liceal
que quedó en una silla de ruedas al recibir una bala perdida de otro
adolescente que llevó al liceo el arma de su hermano policía, harto de las
burlas y el acoso de otros compañeros.
Cuando escucho en las noticias
que cientos de jóvenes europeos dejan sus casas para unirse al Estado Islámico
me pregunto: ¿qué habrán vivido y vivirán esos jóvenes para tomar tamaña
decisión? Posiblemente nunca sepa la respuesta, pero no creo equivocarme mucho
si pienso que nosotros mismos, como sociedad los hemos empujado hacia allí.
Por eso, en vez de mirar
horrorizados lo que ocurre en otras partes del mundo, propongo que cada uno de
nosotros miremos hacia adentro y tengamos el valor de reconocer nuestra propia
violencia a partir de allí, asumamos el firme propósito de lograr un cambio que
sea el germen de la verdadera lucha por la paz y la convivencia que tanto
necesita la Humanidad toda. Sólo así podremos realizar el salto evolutivo que
nos permita detener la autodestrucción y alumbrar un horizonte de esperanza para
toda la Creación.
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