Si bien
siempre fue un tema que me preocupó, desde que integro el Servicio de
Psicología de la Institución de Asistencia Médica Colectiva (IAMC) en la que
trabajo, la preocupación se me ha convertido en alarma.
No es mi
intención en este artículo generar una polémica con mis colegas ni con los
psiquiatras, que sin duda tratan de hacer su trabajo de la mejor manera
posible, pero me pregunto día a día ¿qué tipo de futuro estamos construyendo
cuando nuestros niños y adolescentes son medicados desde edades cada vez más
tempranas y se van asumiendo como “enfermos” que necesitan de una droga para
estar bien?
Ningún niño
nace hiperactivo ni agresivo ni con ganas de lastimarse ni mucho menos sin
ganas de vivir, entonces, ¿qué estamos haciendo, o lo que es al menos tan
grave, que no estamos haciendo con
nuestros niños y adolescentes?
He trabajado
con un buen número de familias que llegan a mi consulta derivados por un Comité
de recepción, dispositivo creado por el Programa de Salud Mental del Ministerio
de Salud Pública para, como lo dice su propio nombre, recibir la demanda de
todos aquellos que requieran o sea derivados hacia atención psicológica en el
marco de una IAMC. En prácticamente la totalidad de esos casos, la demanda de
atención es hacia un niño y no hacia la familia, pero, con un criterio que
comparto plenamente, en todos esos casos que son derivados hacia un abordaje
familiar, el Comité ha entendido que es imprescindible encarar el problema
desde una perspectiva sistémica, que involucre no solo al niño portador de los
síntomas por los cuales consultan, sino también a todo el núcleo familiar en
que está inserto.
En muchos de
esos casos me he encontrado con sistemas más o menos disfuncionales y con
situaciones que explican, en la mayoría de ellos, de forma por demás clara el
origen de los síntomas que presenta el niño.
El Dr. Ronald
D. Laing sostiene que, para comprender a un paciente, es fundamental observarlo
en el contexto de sus relaciones con otros seres humanos, que incluyen de
manera bastante central, la relación del paciente con el propio técnico que lo
está tratando.
El
comportamiento de la persona que presenta algún tipo de síntoma “psíquico” es
parte de una red mucho más amplia de comportamientos perturbados y
perturbadores de comunicación. “No existe una persona esquizofrénica, existe
apenas un sistema esquizofrénico”
Por eso, más
allá de que soy terapeuta familiar y eso impregna mi mirada, estoy
absolutamente convencido de la imperiosa necesidad de no mirar SOLO a la
persona que viene o a quien traen a la consulta, sino a TODO el sistema
familiar que integra. Es más, estoy absolutamente convencido que, sobre todo
cuando trabajamos con niños y adolescentes, todos nuestros esfuerzos y los del
paciente pueden ser en vano si no logramos que el sistema asuma que el paciente
es parte de ese todo que es la familia y por lo tanto, si queremos realmente
lograr un resultado efectivo y sostenible, todas las partes del sistema tienen
que involucrarse y asumir que el problema que manifiesta una de las partes es
en realidad del todo y que esa parte solo se está haciendo cargo de expresarlo.
Sabido es que
todos, de alguna forma u otra, repetimos lo que hemos aprendido. Si un niño es
criado en un ambiente violento, hostil, donde el maltrato, sea físico o
psicológico, es lo que impera ¿cómo podemos pretender que no reproduzca eso en
los demás ámbitos donde se mueve?
De la misma
forma, si ese niño o adolescente aprende que la única forma de obtener la
atención de sus padres es haciendo algo malo ¿de qué forma creen que buscará
captar la atención del resto de las personas con las que interactúa?
Es más, en la
mayoría de los casos, el síntoma es un intento desesperado de poner un límite a
situaciones que le desbordan y a la que nadie atiende. En definitiva, muchas
veces el niño o adolescente denuncia, a través de su síntoma una realidad
sistémica disfuncional y que el resto no quiere ver. El síntoma se convierte de
esa forma, no en una forma patológica de funcionamiento sino en un verdadero mecanismo
de supervivencia y, si en vez de escuchar, acallamos con medicamentos, corremos
el riesgo de hacernos cómplices de esa realidad que le da lugar.
Por lo tanto,
difícilmente podamos comprender que le pasa al niño o al adolescente que llega
a la consulta si no conocemos también a su entorno familiar y además observamos
directamente cómo es la forma de relacionarse de ese niño y adolescente con su
entorno y, como decía Laing, con nosotros.
En ese
contexto, me gustaría compartir algunas reflexiones que me han ido surgiendo al
respecto.
En una primera
instancia, me voy a ocupar de la familia y especialmente del rol de los padres
en todo esto para luego, en una segunda instancia, compartir mis reflexiones
acerca de otro actor fundamental como es el “sistema educativo”.
He observado
varios casos de niños diagnosticados con Trastorno de Déficit Atencional e
Hiperactividad (TDAH) que, por ejemplo, son grandes lectores, soportan
estoicamente sesiones de hora y media de duración con niveles de ansiedad más
que comprensibles dada la situación pero que para nada hacen imposible trabajar
con ellos, o que demuestran ser sumamente hábiles para resolver problemas
complejos.
Trabajé hace
un tiempo con una familia en la que el hijo menor, de siete años estaba
diagnosticado con TDAH, sin embargo era un ávido lector. Es más, sus padres le
regalaban un libro y no tardaba más de dos días en leerlo. Y lo más
sorprendente era que cuando le preguntaba de qué trataba el libro, me lo
contaba con lujo de detalles. Evidentemente, con los estímulos adecuados, no sólo
era capaz de concentrarse en la tarea de su interés, sino también de prestar
suma atención.
En otro caso,
el niño diagnosticado con el trastorno
era un hábil inventor. No descubro nada si digo que para inventar algo o para,
a partir de varios objetos, crear uno nuevo y que funcione, se necesita una
gran capacidad de abstracción y de concentración y es imposible si la persona
tiene una atención muy lábil. Recuerdo claramente un episodio del donde el solo
logró resolver un problema que ningún adulto había logrado y para ello había
tenido que poner el juego todo el “método científico”: detección del problema,
hipótesis de cómo resolverlo, detección y recolección de los recursos
disponibles para la tarea, acción orientada y constatación del éxito de alcanzado.
Como diríamos en Gestalt, respondió con habilidad y logró completar la figura
siguiendo muy eficazmente todos los pasos del “ciclo excitación - contacto –
retirada”.
Podría contar
muchos más ejemplos de este tipo, pero lo que me interesa plantear es mi duda
de si no será que el problema esté en que los adultos no hemos sabido adaptarnos
a la realidad y los desafíos que nos presentan los niños actuales.
Creo que nos
está costando mucho a los padres y a los adultos en general, asumir que el
mundo ha cambiado de forma irreversible. No estamos preparados para comprender
y por lo tanto hacer frente a los desafíos que implica que nuestros niños son
“nativos digitales”. Es impresionante ver niños cada vez más pequeños manejando
una tablet o el smartphone de sus padres. Saben que botón tocar para acceder a
Youtube y poner los dibujitos que les gustan, saben que botón tocar para
enviarle un mensaje de voz vía whatsapp a sus padres. ¡Y lo logran
instantáneamente! Todo lo tienen ya, al instante. Entonces, ¿Cómo podemos
pretender que no se aburran en una escuela que sigue funcionando como hace 50
años? ¿Cómo podemos pretender que no sean hiperactivos si están hiper
estimulados? ¿Cómo podemos pretender que no tengan conductas violentas si eso
es lo que observan todo el tiempo en casa o vayan a donde vayan? Y lo que es
peor aún, ¿cómo podemos pretender que respeten limites si no se los ponemos o,
lo que es peor aún, los ponemos muy mal o no sabemos sostenerlos?
Tengo 54 años.
Cuando era niño no existían las pc y mucho menos las tablets o los smartphones.
No existía internet ni el cable y las casas que tenían la suerte de tener
teléfono no eran muchas. La televisión trasmitía solo unas horas al día. De
hecho, mi madre cuenta que, siendo pequeño, miraba por una ventana esperando
que anocheciera porque a esa hora comenzaba mi serie favorita de esa época: “El
llanero solitario” ¡Cuantas veces, a la vuelta de la escuela, me calcé el
antifaz, me monté en mi caballo “Plata” y cabalgué junto a mi fiel amigo “Toro”
por la llanuras del patio de mi casa!
Vivía en una
vieja casona de 400 metros cuadrados ¡la de universos que imaginé jugando por
todos sus recovecos! Y ni que hablar cuando tuve edad para subir a sus techos.
Construía ciudades enteras. Fui cowboy, indio, agente secreto, etcétera,
etcétera. Mi imaginación volaba y todo lo que leía o veía en el cine o en la
tele era insumo para los juegos del día siguiente.
Hoy día, los
niños viven en apartamentos de 50 metros cuadrados, salvo para ir a la escuela,
no pueden salir a la calle y mucho menos jugar en ella, por los peligros que
todos conocemos. Muy pocos niños han subido a un árbol o jugado al futbol o a
la escondida en la vereda. Los tenemos de casa a la escuela, de esta al inglés,
de allí al club y de nuevo a casa. Y cuando están en ella, están “conectados” prácticamente todo el
tiempo. Ya no comen en la mesa, les permitimos hacerlo en sus dormitorios,
mientras chatean, juegan o miran videos en Youtube, con lo cual hemos
renunciado a uno de los momentos más importantes para la comunicación familiar
como es el comer juntos. Y para colmo, internet les da todo hecho, ya no hay
lugar para la elaboración personal y menos para la imaginación.
Hace un par de
años estuvimos de viaje con mi esposa y en el hotel donde nos quedamos
observábamos asombrados a una joven pareja de aspecto europeo que, ya en el
desayuno, sentaban a sus dos hijos que no pasaban los 5 y 3 años, frente a
sendos ipads sin siquiera interactuar un momento con ellos. ¿Cómo pueden
pretender después que esos niños desarrollen la capacidad de comunicarse o de
compartir si desde tan pequeños ya los sumergen en una pantalla, aislados de lo
que ocurre a su alrededor?
Hoy día, ya
desde muy pequeños, los niños aprenden a tener todo de manera inmediata y a
cualquier hora. Resulta espeluznante ver la cantidad de niños y adolescentes
que no duermen por las noches porque la pasan navegando por internet. ¡Y los
adultos lo permitimos! Y para peor, después nos quejamos porque no nos dan
“bola”.
Queridos
colegas de paternidad, ustedes son los que pagan la tele, el cable, internet,
los celulares, las tablets, por lo tanto, ustedes son los responsables del uso
que se le da a todo eso. No podemos delegar en nuestros hijos una
responsabilidad que es NUESTRA, y que además ellos no pueden y no deben asumir.
“Es que no me
hace caso” escuchamos a cada momento a los padres quejarse de niños cada vez
más pequeños. Y lo que es peor aún, con esa excusa los vemos renunciar a su
autoridad y a su capacidad de poner límites librando a sus hijos a una anarquía
que solo los puede llevar a la confusión y el caos.
Me genera
mucha bronca cuando siento a un padre llegar a la consulta y proclamar delante
de su hijo/a “problemática/o”: “ya no puedo con él” ¿Qué respeto puede sentir
ese niño por ese padre/madre que reconoce públicamente su impotencia?
Y entonces,
cuando efectivamente ya no pueden con ellos y reproducen ese des-orden en todos
los ámbitos en que se mueven, los llevan al psiquiatra para que les dé “algo
que lo tranquilice” o a los psicólogos para que los “enderecemos” y les
pongamos los límites a los que ellos renunciaron dejando de esa forma que
ellos, sus hijos, se asuman como “problemáticos” y que deba ser medicados para
poder estar bien.
No debemos
olvidar nunca que los límites no solo limitan, también contienen. Los límites
geográficos no solo nos marcan hasta donde va un país y donde termina el otro,
también nos dan contención a quienes vivimos dentro de estas fronteras, y nos
dan identidad. Si no existieran, no sabríamos donde estamos parados y nos
perderíamos.
Eso es lo que
le pasa al niño y al adolescente que no tiene límites, se pierde, se queda sin
referencias, y cuando necesita contención, no sabe adónde pedirla, porque ¿cómo
confiar que se la van a dar aquellos que se reconocieron incapaces de poder con
él?
Y todo eso con
la complicidad de un sistema educativo que colabora con ese modelo y con la
estigmatización de cada vez más niños y adolescentes. Pero de esto último me
ocuparé más adelante.
Mi colega
Alejandro De Barbieri dedicó un libro entero a tratar estos temas y tuvo un
éxito arrollador de ventas.
Más allá de
las diferencias que podamos tener en algunos enfoques, concuerdo con él en la
imperiosa necesidad de revertir lo que está ocurriendo si realmente queremos
comenzar a construir una sociedad más sana.
Ahora bien,
¿por qué los padres hemos renunciado de forma tan flagrante a cumplir nuestro
rol de ser los primeros educadores de nuestros hijos?
Mucho se ha
teorizado y sin duda se va a seguir teorizando sobre este tema, pero me
gustaría tirar sobre la mesa algunas hipótesis que me he planteado al respecto,
que sin duda no serán originales pero tal vez puedan aportar a la reflexión.
En primer
lugar, muchos de quienes somos padres hoy somos “hijos de la dictadura”,
vivimos nuestra niñez o nuestra adolescencia en ese período oscuro de nuestra
historia, donde el autoritarismo y el despotismo eran ejercidos con total
impunidad por parte, no solo de las “autoridades”, sino también por todo aquel
“pinche tirano” que, por estar apadrinado por el régimen, se sentía con poder y
abusaba de el. Esto creo generó en nuestra sociedad, al igual que en la mayoría
de los países donde se dieron circunstancias de este tipo, un verdadero “efecto
pendular”. Todos hemos visto lo que ocurre cuando llevamos un péndulo hacia un
extremo y lo soltamos, instantáneamente se dirige hacia el otro extremo. Es
decir, el péndulo estaba en el extremo del autoritarismo y la represión y se
fue instantáneamente al extremo de la falta de autoridad y la permisividad y no
nos dimos cuenta que todos los extremos son malos y que si bien a nosotros nos
costaba mucho ser felices en las condiciones que nos tocó vivir, a nuestro
hijos les cuesta mucho en este clima de caos y desorden emocional al que los
expone la falta de límites y de figuras parentales fuertes.
Por otra
parte, los padres hemos desarrollado un miedo totalmente irracional a frustrar
a nuestros hijos y por lo tanto, hacemos impresionantes esfuerzos para darles
todo lo que piden, y no nos damos cuenta el enorme daño que les generamos con
ello.
El deseo es
uno de los grandes motores que tenemos los seres humanos, pero si les damos
todo, no les damos la oportunidad de desear y de trabajar para lograr
satisfacer ese deseo.
Pero además,
todos sabemos lo costoso que es valorar algo que recibimos sin ningún esfuerzo.
Y esto corre para cualquier cosa que se nos ocurra, desde lo más simple a lo
más complejo. Por lo tanto, después no nos quejemos si vemos que nuestros hijos
no valoran nada de lo que les damos o si, como suele ocurrir en muchos casos,
asumen la “ley del mínimo esfuerzo”
Nos guste o
no, la frustración es inherente a la vida. La mayor y más dolorosa frustración
a los que nos enfrentamos los seres humanos es nuestra mortalidad. Por más que
intentemos negarla, por más que intentemos hacer enormes esfuerzos para tratar
de vencerla, la muerte es la única certeza absoluta que tenemos todos los seres
vivos que habitamos sobre este maravilloso planeta.
Pero sin ir a
algo tan extremo, permanentemente nos enfrentamos a frustraciones más o menos
importantes, por lo tanto, frustrar a nuestros hijos o dejarlos que
experimenten la frustración, también es un acto de amor y una forma de
educarlos y prepararlos para una vida que sin duda no les va a tener las mismas
consideraciones y cuidados que nosotros.
Uno de los
grandes problemas que tienen los jóvenes y adolescentes de hoy en día es
precisamente la muy baja tolerancia a la frustración. Y si a eso le agregamos
que cuando sufren por ello, no encuentran figuras fuertes que puedan darles la
contención que necesitan, entonces tenemos un indicio de porqué nos encontramos
con tantos que no logran encontrarle sentido a la vida y terminan teniendo
conductas autodestructivas.
¿Y a qué se
debe esa dificultad tan grande a frustrar a nuestros hijos? Muchas pueden ser
las respuestas y confieso no tenerlas, pero a modo de hipótesis, creo que las
enormes exigencias que nos plantea la vida moderna y esta locura consumista en
la que estamos inmersos, nos lleva a que dediquemos demasiadas horas del día a
trabajar y a obtener el dinero necesario para sostener el estilo de vida que la
sociedad nos impone, y eso hace que cada vez tengamos menos tiempo para estar
con nuestros hijos y dedicarles atención. Y, como sabemos que eso no está bueno
pero nos sentimos incapaces de parar esa “máquina infernal”, entonces nos sentimos tremendamente culpables
y buscamos reparar nuestro abandono no dejando que les falte nada, sin darnos
cuenta que NADA puede sustituir lo que realmente necesitan que es nuestra
activa presencia, atención y amor.
Cuantas veces
nos encontramos con padres que expresan “no entiendo que le pasa ¡si tiene
todo!” y cuando les preguntamos cuanto tiempo les dedican a jugar o que
actividades o gustos tienen en común no saben que responder. Recuerdo un caso
de un adolescente al que trajeron a consulta porque “ya no sabían qué hacer con
él”. Cuando, luego de varios intentos, logré que su padre viniera a la
consulta, le pregunté qué actividades hacían juntos. Me cuesta expresar la cara
de confusión y asombro que el padre puso frente a la pregunta. Al principio me
dijo que no entendía. Cuando le repregunté si nunca iban a ningún lado juntos o
si no tenían algo en común que les gustara hacer juntos, me contestó, bastante
molesto con un rotundo NO.
Ese hombre no
tenía la más remota idea de lo que le pasaba a su hijo, de los impresionantes
esfuerzos que hacía para captar su
atención y mucho menos del dolor que le causaba ver como todos esos esfuerzos
eran infructuosos.
Por último,
quiero referirme a un aspecto de la educación de nuestros hijos que creo
debemos considerar.
Muchos padres
manifiestan criar a sus hijos en libertad, con la muy loable intención de que
sean “espíritus libres” que sepan lo que quieren y que luchen por ello. Ahora
bien, si bien comparto plenamente este punto, ser libre no implica poder hacer
cualquier cosa ni puede ser una licencia para convertirse en verdaderos tiranos
que terminan sometiendo a sus padres a sus deseos. Hace un tiempo leí en el
portal de un instituto español dedicado a la formación en Psicología, un
artículo que hablaba de lo que ellos llaman el “síndrome del niño emperador”
que describe claramente esto que estoy planteando.
Pero además,
la libertad debe ir siempre de la mano de la responsabilidad, es decir, mal
puedo ejercer mi libertad si no puedo hacerme responsable de lo que ello
implica. Hace un tiempo una madre me contaba que se pensaba ir unos días para
un balneario y su hijo de 15 años se negaba a acompañarlo. Ella está separada
del padre de su hijo y este no podía hacerse cargo del chico, por lo que debía
quedar solo en la casa. Ella planteaba que siempre había respetado la libertad
de su hijo y no quería obligarlo a ir si no deseaba hacerlo. El tema es ¿puede
un chico de 15 años quedarse solo varios días en su casa? ¿está en condiciones
de hacerse responsable de lo que eso implica? Entonces, ¿está cumpliendo
cabalmente con su rol un padre/madre que, en nombre de la libertad, expone a su
hijo a riesgos que este no puede sostener?
Los padres
debemos ser padres y gran daño podemos hacerle a nuestros hijos si, en nombre
de una libertad mal entendida, abdicamos de nuestra autoridad y de nuestro rol.
Todo esto que
he expuesto creo muy importante tener en cuenta a la hora de evaluar y
diagnosticar a un niño o adolescente que llega con el “rótulo” de problemático.
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