María y Juan
decidieron festejar su primer mes de convivencia con una cena en el mejor
restorán del pueblo. Para poder hacerlo juntaron hasta la última monedita de
sus menguadas economías, pero sentían que la ocasión lo ameritaba.
Cuando
pidieron la carta, vieron, no sin cierta frustración, que todo era muy caro
para ellos, pero ya estaban allí y su deseo de festejar era tan grande, que decidieron
“hacer de tripas corazón” y seguir adelante. La solución que encontraron fue
pedir un plato cada uno y compartir la ensalada.
La velada
tuvo todo lo que ellos esperaban así que estaban felices. Sin embargo, mientras
volvían caminando a su casa, disfrutando de la hermosa noche primaveral, ambos
coincidieron en que lo único que no les había gustado era la ensalada, sobre
todo, el pobre y poco natural sabor del tomate. Así que decidieron hacerse el
propósito como pareja de sembrar y cosechar sus propios tomates.
Ellos vivían
en una casita muy modesta pero con un pequeño jardín al que mucha atención no
le prestaban, así que decidieron limpiar un pedazo y comenzar a preparar la
tierra para su siembra.
Al
principio, Juan quería plantar las semillas que había conseguido y punto, pero
María le convenció de la necesidad de dejar el terreno limpio, “¿de qué forma
sino vamos a saber si lo que crece es nuestra plantita o un simple yuyo?”
“Además, es fundamental que tenga lugar para crecer, sin que la maleza la
asfixie”.
Y así,
juntos, fueron cuidando y cultivando su plantita. Por momentos más ansiosos de
que “ya” diera frutos, por momentos, solo disfrutando de verla crecer, de
regarla, de acomodar sus guías en las cañas con las que construyeron su tomatera.
Y llegó el
primer tomate. ¡Cuánta alegría el día que vieron el pequeño botoncito verde! Tan
emocionados estaban que, cuando estuvo maduro, les costó muchísimo arrancarlo
de la planta. ¡Sentían que le estaban arrancando un hijo a su madre! Pero luego
comprendieron que la planta les retribuía todos sus cuidados y atención de la única
forma que podía, dándoles su fruto para que lo disfrutaran y que si no lo hacían,
no solo sería un desperdicio, sería además como rechazar esa ofrenda.
Así que lo
cosecharon y prepararon una ensalada con el. ¡Que distinta a aquella que
disparara toda esta historia! El sabor les pareció delicioso y la textura de su
pulpa, ¡que diferente a la de los que venden en el supermercado, que parecen de
plástico!
Realmente
quedaron rebosantes de placer ante tan maravilloso manjar.
Por supuesto
vinieron muchos más tomates y poco a poco, el pequeño cantero donde plantaron
la primer plantita fue creciendo hasta convertirse en una verdadera huerta.
Claro que no
todo fue alegría. Una vez fue el granizo, otra vez los perros que se metieron
en la huerta y destrozaron las plantitas. Más de una vez rompieron en llanto al
ver el fruto de tanto trabajo revolcado por el piso.
Pero no
claudicaron. Es más, de cada sin sabor sacaron fuerzas para seguir adelante.
Aprendieron que solo si estaban juntos podían superar las adversidades. Además,
no solo la huerta crecía, también ellos lo hacían. Y así se fueron convirtiendo
en verdaderos expertos en el cultivo. Aprendieron a hacer compost para
fertilizar orgánicamente la tierra, a combatir las plagas de forma natural, sin
químicos. Y de a poco se fueron convirtiendo en la envidia de todos los vecinos.
Aunque ellos, al estar tan orgullosos de su trabajo, compartían sus frutos con
todo aquel que lo quisiera y valorara.
Y así como
crecía la huerta, también fue creciendo la familia. Primero fue Pedro y tiempo
después, Julieta.
Desde muy
pequeños, los niños aprendieron, primero a cuidar y respetar las plantas y a
sus rojos frutos que tanta atracción les generaban, y luego, a medida que iban
creciendo, fueron aprendiendo también a cultivar la huerta que tantas alegrías
les daba.
Pero además,
sus tomates fueron siendo cada vez más famosos. A medida que iban haciendo
amigos, todos querían ser invitados a la casa a saborear las deliciosas
ensaladas y era unánime la idea que ninguna pizza del pueblo se comparaba con
la que María hacía con la salsa de sus famosos tomates.
Pero nunca,
en la vida, todo es color de rosa. Un día, negros nubarrones comenzaron a
aparecer en la de Juan y María.
Desde hacía
ya un tiempo ella venía observando que su esposo estaba raro, distinto, sin su
habitual alegría. Ya no disfrutaba tanto trabajar en la huerta, e incluso se le
veía de mal humor, como si todo le molestara.
Más de una
vez María intentó hablar con él, saber que le pasaba, que era lo que le tenía
tan mal, pero sistemáticamente Juan se negaba a hablar insistiendo que nada
pasaba.
Hasta que
una negra noche se desató la más cruel de las tormentas. Juan había estado más
callado que nunca durante la cena. Pedro y Julieta se quedaban a dormir en casa
de amigos, así que María decidió “tomar el toro por los cuernos” y no dejar
escapar a su esposo hasta que él le dijera lo que pasaba.
Al principio
se resistió a hablar, pero la firme actitud de María le mostró que no tenía
escapatoria y rompió a llorar. Se abrazó a ella y lloró durante un buen rato
hasta que se decidió a hablar. Y así fue como le contó que si bien era muy
feliz con ella y con todo lo que habían construido juntos, desde hacía un
tiempo había empezado a sentir cierta necesidad de probar algo nuevo. Juró que
no era que ya no le gustaran los tomates ni las mil formas que María tenía de
prepararlos, que nada tenía que ver con ella, que era algo en él, como si un
intruso hubiese entrado en su mente llenándolo de fantasías y dudas.
María ya no
le abrazaba y una gran duda le partía el corazón hasta que Juan confirmó su
doloroso presentimiento. En su confusión, había caído en la tentación de probar
lo que producía la huerta de una vecina.
Ahora fue
María la que rompió a llorar, pero de ira. Juan intentó acercarse pidiéndole
perdón de todas las formas posibles, pero ella se alejó corriendo. No quería
verlo. Nunca en su vida había sentido tanto dolor.
Pasó días
encerrada en su cuarto saliendo solo para atender a sus hijos que no
necesitaron mucho para darse cuenta de que algo muy malo estaba pasando. María
y Juan no se hablaban, pero lo que más les llamaba la atención era que ella
había desatendido por completo la huerta y a sus queridos tomates.
Juan ya no
sabía que intentar para acercarse a María y cada día que pasaba se sentía más
angustiado y arrepentido por haber puesto en riesgo todo lo maravilloso que habían
construido juntos. Hay un viejo dicho que dice que “uno no valora realmente
algo hasta que lo pierde”, eso precisamente era lo que estaba sintiendo, y vaya
si le dolía.
Pero un día,
algo cambió. Era una mañana espléndida y luego darles el desayuno y despedir a
sus hijos, María sintió la necesidad de salir y recorrer la huerta.
Estaba
espléndida, las plantas parecían mostrar su alegría de verla nuevamente. Había
nuevos almácigos esperando a ser plantados y la tierra lucía abierta, dispuesta
a recibirlos en su seno.
Y vio a Juan
trabajando en ello. Al ver esa imagen sintió que algo en su interior más
profundo se movía y le permitía ver la realidad de una manera diferente. Fue
como una epifanía.
Así que se
acercó a Juan y le dijo que ya era hora de tener una buena conversación.
Él sintió
una gran alegría y una pequeña luz de esperanza comenzó a brillar en su
corazón.
Hablaron por
horas, lloraron, se enojaron y finalmente, rieron. Juan le contó que al
principio no sabía qué hacer. Pensó en irse pero sintió que no podría soportar
más dolor, así que a menos que ella le echara, seguiría en la casa. Le contó
cómo sus hijos le convencieron de que ahora ellos tres debían hacerse cargo de
la huerta y de lo felices que estaban trabajando en ella. Y le contó como la
perspectiva de perderlo todo lo había ayudado a mirar en retrospectiva todo lo
que habían hecho juntos y a revalorizarlo de una manera diferente, tal vez como
nunca había hecho antes.
María le dijo
de su dolor, más que por la traición, por la frustración de caer en la cuenta
que la “pareja perfecta” que creía tener no era tal. Le dijo que a raíz de la
crisis y luego de que pasara el impacto inicial, se había dado cuenta de que
estaba tan dedicada a la familia y a la huerta, que también se había olvidado
de ella y que ya no quería volver a hacerlo. Y le dijo también que reconocía
que estar tan metida en su burbuja le había impedido detectar las señales de
que algo andaba mal entre ellos.
Por último le
dijo que si él también lo quería, estaba dispuesta a darle una nueva
oportunidad a la relación, pero que sería sobre nuevas bases. En primer lugar,
no estaba dispuesta a tolerar más “agendas ocultas” y que deberían los dos
hacer un compromiso de ser absolutamente sinceros con el otro, a la vez que de
escuchar al otro cada vez que lo necesitara.
Por otra
parte, ella comenzaría a ocuparse más de ella misma a la vez que estaba
dispuesta a que él hiciese lo mismo y le pedía que si él observaba que ella
dejaba de hacerlo, le llamase la atención sobre ello.
Y por
último, ya no solo plantarían tomates, sino que debían comprometerse a explorar
juntos nuevas alternativas y disponerse a crecer.
Y así lo
hicieron. Fue una verdadera refundación del vínculo y de la huerta. Y como
ocurre siempre que se aprovecha la oportunidad que toda crisis conlleva, ambos
crecieron, la pareja creció y tanto sus hijos como todos aquellos que les
querían se vieron sumamente favorecidos por ello.
Tiempo
después, mientras disfrutaban del almuerzo del domingo en familia, Pedro les
contó que había conocido a alguien muy especial, y así fue como Sofía entró en
sus vidas y a poco de comenzar a visitar la casa, también ella se enamoró de la
huerta que con tanto amor, la familia seguía cultivando.
Al otro día
de la boda, Pedro y Sofía, llenos de felicidad observaban los regalos que les
habían hecho. Algunos eran magníficos otros más modestos, pero todos reflejaban
el amor que la joven pareja estaba cosechando a pesar de su juventud. Pero entre
todos, brillaba uno en particular, el más preciado por ellos, el humilde paquetito
que Juan y María les regalaron con semillas de su planta de tomates.
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