martes, 30 de agosto de 2016

PSICOTERAPIA GESTÁLTICA, LA TERAPIA DE LA RESPONSABILIDAD

Tal vez por el aspecto de “viejo gurú” del que hizo gala Fritz Perls sobretodo en los últimos años de su vida, o por los vínculos que desde el inicio esta corriente ha tenido con los movimientos contra-culturales. Tal vez porque siempre se planteó como una opción mucho más fresca y des acartonada que el psicoanálisis, o por el uso del contacto como herramienta terapéutica que muchas veces ha sido mal interpretado, el hecho es que mucha gente, sobre todo  dentro del propio ambiente de la Psicología, ha visto a nuestra corriente como algo poco serio, poco académico e incluso superficial.
Sé que quizá a algunos les pueda rechinar que podamos sentarnos en el suelo durante la consulta, o que tomemos mate con el paciente, o que los despidamos con un abrazo, pero  creo muy poco serio juzgar a un abordaje terapéutico solo por algunos “signos” externos sin siquiera tomarse el trabajo de profundizar aunque sea un poco en la teoría y la metodología que sustenta nuestro trabajo.
Sé también que ha sido un signo característico de nuestra corriente el no ser muy afectos, quienes la practicamos, a la elaboración teórica, aunque, sobre todo en los últimos años, cada vez más colegas se animan a incursionar en este aspecto y cada vez son más los libros sobre “Psicoterapia Gestáltica” o sobre diversas temáticas pero desde una perspectiva gestáltica que aparecen en los anaqueles de las librerías, o los espacios que han ganado distintos colegas en los medios de comunicación.
Me incluyo en esa “corriente” dentro “la Gestalt” y desde hace ya un buen tiempo decidí hacer mi modesto aporte a ese empeño por lograr que esta tenga el lugar que le corresponde y se merece entre las corrientes más importantes de la Psicología moderna. Así es como he publicado varios artículos tanto en mi blog personal, encuentroconelbrujo.blogspot.com.uy como en la revista especializada en temas de Medicina “Opción Médica”, donde intento abordar distintos temas desde una perspectiva eminentemente gestáltica.
Por todo lo anterior y con el deseo de hacer mi modesto aporte a una mayor comprensión de “lo que hacemos los gestálticos”, es que decidí escribir una serie de artículos en esta plataforma y compartir con ustedes, la menos mi visión y mi sentir sobre este abordaje que decidí abrazar hace ya muchos años y con el que me siento cada vez más compenetrado.


Como primer entrega quiero referirme a un concepto que siento muchas veces ha sido mal interpretado, tal vez porque no hemos sabido comunicarlo adecuadamente, pero que considero fundamental a la hora de comprender por donde va nuestro abordaje: la “desestructuración del ego”. Sé que a mucha gente esto puede sonarle alarmante y que muchas veces ha sido mal interpretado al punto de creer que en nuestra “corriente” podemos llegar a “psicotizar” a nuestros pacientes al supuestamente poner en riesgo su estructura psíquica lo cual sería una muestra clara de nuestra irresponsabilidad profesional. Sin embargo, nada está más alejado de eso que nuestro abordaje.
Desde nuestra perspectiva, todos nacemos con una esencia, el “self” o “si mismo”, pero desde que comenzamos a interactuar con el mundo exterior, comenzamos a percibir que los demás tienen expectativas sobre nosotros y junto a ello aprendemos que, si le damos al ambiente aquello que espera de nosotros, podemos manipularlo. Así el bebé aprende que si dice “ajó”, el ambiente se lo festeja, que si come, papá y mamá están felices, que si se porta bien y es un/a buen/a niño/a, todo el mundo estará satisfecho. Y también aprende que si juega al futbol aunque no le guste, su papá está contento y le presta atención pero que si le dice que prefiere hacer otra cosa, pierde su aprobación por lo que comienza a hacerse cargo de las expectativas de los demás en un proceso que le puede acompañar el resto de su vida.
Es, en esas interacciones con el ambiente, va construyendo su ego, esa capa que va recubriendo al self y que está compuesta en gran medida por el “deber ser”, todo aquello que los demás esperan de él/ella o lo que es peor, lo que cree que el ambiente espera de él/ella.
Y así, cuanto más crece su ego, más se aleja de su “si mismo”, más se aleja de su esencia.
Por eso, la “desestructuración del ego” que proponemos es precisamente el proceso a través del cual la persona va desprendiéndose de todos esos “no yo” de todo eso que no es, para recuperar el contacto con su esencia más profunda y así poder lograr el objetivo último de la Psicoterapia Gestáltica, que cada uno se convierta en la mejor versión de sí mismo.
Fritz Perls planteaba que la psicoterapia se puede asimilar al proceso de pelar una cebolla, ir desprendiendo las distintas capas que constituyen la neurosis hasta llegar al núcleo, el sí mismo, el verdadero yo.
Él describe cinco capas que van desde lo más superficial a lo más profundo: los clichés, los roles, el impasse, la implosión y la explosión.
La capa de los clichés es la más superficial y la que tiene mayor contacto con el exterior. En general es muy resistente y opaca por lo que impide ver hacia el interior y está formada por los lugares comunes y todas esas conductas y formas de comunicarnos estereotipadas y generales, todas esas convenciones “políticamente correctas” a las que adherimos sin ni siquiera cuestionarnos.
La segunda capa es la de los roles, de los lugares que ocupamos en nuestras relaciones con los otros y con el mundo. El/a “pobrecito/a”, el/a “problemático/a”, el/a “loco/a”, el/a “salvador/a”, todos esos roles en los que somos colocados y que asumimos, y que, aunque puedan incomodarnos por momentos, mantenemos porque nos dan pertenencia y la seguridad de lo conocido.
Cuando logramos “pelar” las dos primeras capas de la cebolla, nos enfrentamos a la tercera, el impasse.
Las dos primeras capas son las que sostienen el “ego”, la idea que tenemos de nosotros mismos y la imagen que mostramos al exterior, por eso, cuando logramos desprendernos de ellas, se produce una verdadera desestructuración que nos lleva a sentirnos perdidos, sin rumbo, al perder las referencias de lo que creíamos ser.
Si bien transitar por el impasse puede resultar muy doloroso y angustiante, es fundamental para lograr avanzar en nuestro camino de encontrarnos con nosotros mismos.
La siguiente capa fue denominada por Perls implosión, porque conlleva una vuelta hacia adentro. Toda nuestra atención y energía está orientada a recomponernos del desorden y el caos que generó el impasse, de la muerte de la persona que fuimos hasta ese momento.
La última capa es la explosión, es el momento en que, una vez que hemos conectado con el dolor que conlleva la implosión, podemos expresar esa tensión con el consiguiente alivio posterior. Es a partir del re encuentro con nuestra esencia, con la profundidad de nosotros mismos, que podemos entrar en contacto verdadero con nuestras emociones y expresarlas y es a partir de aquí que podemos abandonar el sufrimiento que venimos acarreando desde épocas inmemoriales para dar lugar a lo novedoso y crecer y desarrollarnos como la persona que estamos llamados a ser.
Pongamos un ejemplo. Juan es un hombre correcto, siempre se comporta de forma cortés, nunca dice nada fuera de lugar y es prácticamente imposible tener un desacuerdo con él. Podríamos decir que se comporta según todos los clichés de que impone el “deber ser”. Por otra parte, tanto en su familia como en el trabajo o en su grupo de amigos, es siempre el “componedor”, el que trata de mediar entre las partes siempre que ocurre un conflicto, el que trata de que todo el mundo esté bien y contento. Ese es su rol existencial, es lo que aprendió a hacer desde pequeño, la configuración que dio a su “campo” y repite en todas sus relaciones.
Sin embargo hay algo que no le cierra, se siente mal, inquieto, perturbado. Todo se desencadena cuando tiene un problema importante con un compañero de trabajo que le genera mucha bronca y frustración, sentimientos que siente debe reprimir porque “debe preservar el buen ambiente laboral”. Esto le genera un monto de angustia y ansiedad muy grande porque se debate entre dos “lealtades” la que siente debe tener consigo mismo y que le impulsa a expresar lo que siente, y la que siente debe a su entorno, que siente le acepta y reconoce en tanto es el “buen empleado y compañero” que ha sido desde siempre.
Todo esto lo mantiene sumido en un estado de angustia importante que se manifiesta en los distintos ámbitos de su vida, por lo que, luego de resistirse por un tiempo, decide comenzar un proceso terapéutico.
A medida que va avanzando en la terapia va descubriendo como la situación conflictiva con su compañero le dificulta seguir sosteniendo ese rol existencial que con tanto éxito ha desarrollado por años al ponerlo en contacto con sentimientos de frustración y broca muy pocos frecuentes en él. Descubre así como desde tiempo inmemorial ha tratado siempre de ser un “niño bueno”, un “alumno ejemplar”, un correcto empleado. En suma, siempre ha tratado de agradar y obtener la aprobación de los demás haciendo todo lo que “se debe hacer” reprimiendo para ello muchas veces lo que sentía deseos de hacer.
Y descubre también que ese rol de “componedor” que siempre ha ejercido en los diferentes ámbitos de su vida es en realidad su forma de evitar todo tipo de conflicto y la enorme angustia que estos le generan.
Uno de los aspectos más importantes y diferenciales de la Terapia Gestáltica está dado por el hecho de que para nuestro abordaje es mucho más importante el “como” y el “para que” que el “por qué”. “Como” es que hago para sostener y reproducir siempre el mismo “rol existencial” y “para qué” me sirve hacerlo. En este caso, una vez que descubrió todo lo que hacía para sostener ese lugar en el mundo que había construido, el “como”, solo le restaba “darse cuenta”, hacer consciente “para que” lo hacía. Fue sumamente iluminador para él cuando descubrió el profundo dolor que desde muy pequeño sentía cada vez que sus padres discutían y como aprendió a mediar entre ellos para tratar de evitar los conflictos y a su vez, como asumir ese rol de “componedor” en los distintos ámbitos en los que se movía le fue otorgando reconocimiento. Sus padres no lo “veían” cuando discutían y él presenciaba esas discusiones pero si lo “veían” cuando lograba desviar su atención y evitar de esa forma los conflictos. Y así como en su casa, en todos lados.

Ahora bien, ¿de qué nos sirve hacer consiente lo que nos ocurre si no hacemos algo con ello? Aquí es donde la terapia debe servirnos para asumir de forma consiente y plena la responsabilidad sobre nuestra Vida. Si solo nos quedamos en una consciencia que nos facilita justificar nuestras conductas y “llorar sobre la leche derramada”, entonces el efecto de la terapia será muy pobre y limitado. El verdadero éxito de la terapia consiste precisamente en que la persona logre el auto sostén, y con el la responsabilidad plena de su existencia.
Para esta persona fue muy importante asumir consciencia de todo eso, pero no alcanzaba, ahora debía hacer algo con lo que había descubierto. Al principio entró en un impasse, no lograba reconocer que era de él y que era lo que había asumido para complacer a los demás, que cosas hacía porque las sentía y que porque era lo que “había que hacer”. La estructura de ese ego construido durante años se iba resquebrajando de forma inexorable.
Así que tuvo que “implotar”, ir hacia su interior más profundo a reencontrarse consigo mismo, con su verdadera esencia, su verdadero yo. No fue fácil. Muchas veces nuestra voz interior es tan fuerte y nos interpela tanto que debemos reprimirla muy fuertemente para poder sostener el “status quo”, nuestra “zona de confort” como se le llama hoy día, y eso genera que le tengamos verdadero pánico. Es que en ese afán por convertirnos en lo que los demás esperan de nosotros nos hemos alejado tanto de nuestra esencia que la desconocemos y nos asusta y activa todas nuestras resistencias.
Pero una vez que logramos vencer el miedo y nos contactamos con ella, sentimos un gran alivio. Al igual que el héroe que debe enfrentar mil batallas, al fin hemos vuelto a casa.
Es en este momento en que tenemos que tomar una de las decisiones más trascendentes de nuestra vida, si no la más, debemos decidir qué hacer con ella. Es ahí, en nuestra soledad más absoluta donde toda nuestra responsabilidad se pone en juego. O seguimos manteniendo ese personaje que hemos construido a lo largo de nuestra vida, nuestro ego, y seguimos buscando afuera culpables para nuestras desdichas, o asumimos plenamente la responsabilidad por nuestra existencia y entonces “explotamos” como quien realmente somos haciéndonos cargo de nuestros deseos y necesidades, de nuestro potencial y de nuestras carencias, en definitiva, de nosotros mismos.
Esa fue la decisión a la que se enfrentó la persona de la que hemos estado hablando y de la que no se arrepiente. Obviamente no es un proceso fácil. Como en cualquier revolución, las fuerzas conservadoras seguirán agazapadas por mucho tiempo esperando el momento justo para dar el zarpazo, pero esta persona se está sintiendo tan bien siendo ella misma que cada vez está más fuerte para sostenerse y soportar esos embates.
En la sesión anterior a que escribiera esto me contaba con gran satisfacción y asombro como pudo sostener una decisión sumamente trascendente sobre su trabajo yendo en contra del deseo y las expectativas de sus compañeros y sus superiores pero siendo totalmente coherente con su deseo, algo totalmente impensado meses atrás.

Fue muy hermoso observarle contándome la reunión donde comunicó su decisión. Su voz, la expresión de sus ojos, su presencia física, todo hablaba de su cambio y de su satisfacción.

viernes, 1 de julio de 2016

Una breve historia de tomates

María y Juan decidieron festejar su primer mes de convivencia con una cena en el mejor restorán del pueblo. Para poder hacerlo juntaron hasta la última monedita de sus menguadas economías, pero sentían que la ocasión lo ameritaba.
Cuando pidieron la carta, vieron, no sin cierta frustración, que todo era muy caro para ellos, pero ya estaban allí y su deseo de festejar era tan grande, que decidieron “hacer de tripas corazón” y seguir adelante. La solución que encontraron fue pedir un plato cada uno y compartir la ensalada.
La velada tuvo todo lo que ellos esperaban así que estaban felices. Sin embargo, mientras volvían caminando a su casa, disfrutando de la hermosa noche primaveral, ambos coincidieron en que lo único que no les había gustado era la ensalada, sobre todo, el pobre y poco natural sabor del tomate. Así que decidieron hacerse el propósito como pareja de sembrar y cosechar sus propios tomates.
Ellos vivían en una casita muy modesta pero con un pequeño jardín al que mucha atención no le prestaban, así que decidieron limpiar un pedazo y comenzar a preparar la tierra para su siembra.
Al principio, Juan quería plantar las semillas que había conseguido y punto, pero María le convenció de la necesidad de dejar el terreno limpio, “¿de qué forma sino vamos a saber si lo que crece es nuestra plantita o un simple yuyo?” “Además, es fundamental que tenga lugar para crecer, sin que la maleza la asfixie”.
Y así, juntos, fueron cuidando y cultivando su plantita. Por momentos más ansiosos de que “ya” diera frutos, por momentos, solo disfrutando de verla crecer, de regarla, de acomodar sus guías en las cañas con las que construyeron su tomatera.
Y llegó el primer tomate. ¡Cuánta alegría el día  que vieron el pequeño botoncito verde! Tan emocionados estaban que, cuando estuvo maduro, les costó muchísimo arrancarlo de la planta. ¡Sentían que le estaban arrancando un hijo a su madre! Pero luego comprendieron que la planta les retribuía todos sus cuidados y atención de la única forma que podía, dándoles su fruto para que lo disfrutaran y que si no lo hacían, no solo sería un desperdicio, sería además como rechazar esa ofrenda.
Así que lo cosecharon y prepararon una ensalada con el. ¡Que distinta a aquella que disparara toda esta historia! El sabor les pareció delicioso y la textura de su pulpa, ¡que diferente a la de los que venden en el supermercado, que parecen de plástico!
Realmente quedaron rebosantes de placer ante tan maravilloso manjar.
Por supuesto vinieron muchos más tomates y poco a poco, el pequeño cantero donde plantaron la primer plantita fue creciendo hasta convertirse en una verdadera huerta.
Claro que no todo fue alegría. Una vez fue el granizo, otra vez los perros que se metieron en la huerta y destrozaron las plantitas. Más de una vez rompieron en llanto al ver el fruto de tanto trabajo revolcado por el piso.
Pero no claudicaron. Es más, de cada sin sabor sacaron fuerzas para seguir adelante. Aprendieron que solo si estaban juntos podían superar las adversidades. Además, no solo la huerta crecía, también ellos lo hacían. Y así se fueron convirtiendo en verdaderos expertos en el cultivo. Aprendieron a hacer compost para fertilizar orgánicamente la tierra, a combatir las plagas de forma natural, sin químicos. Y de a poco se fueron convirtiendo en la envidia de todos los vecinos. Aunque ellos, al estar tan orgullosos de su trabajo, compartían sus frutos con todo aquel que lo quisiera y valorara.
Y así como crecía la huerta, también fue creciendo la familia. Primero fue Pedro y tiempo después, Julieta.
Desde muy pequeños, los niños aprendieron, primero a cuidar y respetar las plantas y a sus rojos frutos que tanta atracción les generaban, y luego, a medida que iban creciendo, fueron aprendiendo también a cultivar la huerta que tantas alegrías les daba.
Pero además, sus tomates fueron siendo cada vez más famosos. A medida que iban haciendo amigos, todos querían ser invitados a la casa a saborear las deliciosas ensaladas y era unánime la idea que ninguna pizza del pueblo se comparaba con la que María hacía con la salsa de sus famosos tomates.
Pero nunca, en la vida, todo es color de rosa. Un día, negros nubarrones comenzaron a aparecer en la de Juan y María.
Desde hacía ya un tiempo ella venía observando que su esposo estaba raro, distinto, sin su habitual alegría. Ya no disfrutaba tanto trabajar en la huerta, e incluso se le veía de mal humor, como si todo le molestara.
Más de una vez María intentó hablar con él, saber que le pasaba, que era lo que le tenía tan mal, pero sistemáticamente Juan se negaba a hablar insistiendo que nada pasaba.
Hasta que una negra noche se desató la más cruel de las tormentas. Juan había estado más callado que nunca durante la cena. Pedro y Julieta se quedaban a dormir en casa de amigos, así que María decidió “tomar el toro por los cuernos” y no dejar escapar a su esposo hasta que él le dijera lo que pasaba.
Al principio se resistió a hablar, pero la firme actitud de María le mostró que no tenía escapatoria y rompió a llorar. Se abrazó a ella y lloró durante un buen rato hasta que se decidió a hablar. Y así fue como le contó que si bien era muy feliz con ella y con todo lo que habían construido juntos, desde hacía un tiempo había empezado a sentir cierta necesidad de probar algo nuevo. Juró que no era que ya no le gustaran los tomates ni las mil formas que María tenía de prepararlos, que nada tenía que ver con ella, que era algo en él, como si un intruso hubiese entrado en su mente llenándolo de fantasías y dudas.
María ya no le abrazaba y una gran duda le partía el corazón hasta que Juan confirmó su doloroso presentimiento. En su confusión, había caído en la tentación de probar lo que producía la huerta de una vecina.
Ahora fue María la que rompió a llorar, pero de ira. Juan intentó acercarse pidiéndole perdón de todas las formas posibles, pero ella se alejó corriendo. No quería verlo. Nunca en su vida había sentido tanto dolor.
Pasó días encerrada en su cuarto saliendo solo para atender a sus hijos que no necesitaron mucho para darse cuenta de que algo muy malo estaba pasando. María y Juan no se hablaban, pero lo que más les llamaba la atención era que ella había desatendido por completo la huerta y a sus queridos tomates.
Juan ya no sabía que intentar para acercarse a María y cada día que pasaba se sentía más angustiado y arrepentido por haber puesto en riesgo todo lo maravilloso que habían construido juntos. Hay un viejo dicho que dice que “uno no valora realmente algo hasta que lo pierde”, eso precisamente era lo que estaba sintiendo, y vaya si le dolía.
Pero un día, algo cambió. Era una mañana espléndida y luego darles el desayuno y despedir a sus hijos, María sintió la necesidad de salir y recorrer la huerta.
Estaba espléndida, las plantas parecían mostrar su alegría de verla nuevamente. Había nuevos almácigos esperando a ser plantados y la tierra lucía abierta, dispuesta a recibirlos en su seno.
Y vio a Juan trabajando en ello. Al ver esa imagen sintió que algo en su interior más profundo se movía y le permitía ver la realidad de una manera diferente. Fue como una epifanía.
Así que se acercó a Juan y le dijo que ya era hora de tener una buena conversación.
Él sintió una gran alegría y una pequeña luz de esperanza comenzó a brillar en su corazón.
Hablaron por horas, lloraron, se enojaron y finalmente, rieron. Juan le contó que al principio no sabía qué hacer. Pensó en irse pero sintió que no podría soportar más dolor, así que a menos que ella le echara, seguiría en la casa. Le contó cómo sus hijos le convencieron de que ahora ellos tres debían hacerse cargo de la huerta y de lo felices que estaban trabajando en ella. Y le contó como la perspectiva de perderlo todo lo había ayudado a mirar en retrospectiva todo lo que habían hecho juntos y a revalorizarlo de una manera diferente, tal vez como nunca había hecho antes.
María le dijo de su dolor, más que por la traición, por la frustración de caer en la cuenta que la “pareja perfecta” que creía tener no era tal. Le dijo que a raíz de la crisis y luego de que pasara el impacto inicial, se había dado cuenta de que estaba tan dedicada a la familia y a la huerta, que también se había olvidado de ella y que ya no quería volver a hacerlo. Y le dijo también que reconocía que estar tan metida en su burbuja le había impedido detectar las señales de que algo andaba mal entre ellos.
Por último le dijo que si él también lo quería, estaba dispuesta a darle una nueva oportunidad a la relación, pero que sería sobre nuevas bases. En primer lugar, no estaba dispuesta a tolerar más “agendas ocultas” y que deberían los dos hacer un compromiso de ser absolutamente sinceros con el otro, a la vez que de escuchar al otro cada vez que lo necesitara.
Por otra parte, ella comenzaría a ocuparse más de ella misma a la vez que estaba dispuesta a que él hiciese lo mismo y le pedía que si él observaba que ella dejaba de hacerlo, le llamase la atención sobre ello.
Y por último, ya no solo plantarían tomates, sino que debían comprometerse a explorar juntos nuevas alternativas y disponerse a crecer.
Y así lo hicieron. Fue una verdadera refundación del vínculo y de la huerta. Y como ocurre siempre que se aprovecha la oportunidad que toda crisis conlleva, ambos crecieron, la pareja creció y tanto sus hijos como todos aquellos que les querían se vieron sumamente favorecidos por ello.

Tiempo después, mientras disfrutaban del almuerzo del domingo en familia, Pedro les contó que había conocido a alguien muy especial, y así fue como Sofía entró en sus vidas y a poco de comenzar a visitar la casa, también ella se enamoró de la huerta que con tanto amor, la familia seguía cultivando.


Al otro día de la boda, Pedro y Sofía, llenos de felicidad observaban los regalos que les habían hecho. Algunos eran magníficos otros más modestos, pero todos reflejaban el amor que la joven pareja estaba cosechando a pesar de su juventud. Pero entre todos, brillaba uno en particular, el más preciado por ellos, el humilde paquetito que Juan y María les regalaron con semillas de su planta de tomates.

lunes, 22 de febrero de 2016

Psiquiatrización de niños y adolescentes ¿Qué futuro estamos construyendo? – Primera parte

Si bien siempre fue un tema que me preocupó, desde que integro el Servicio de Psicología de la Institución de Asistencia Médica Colectiva (IAMC) en la que trabajo, la preocupación se me ha convertido en alarma.
No es mi intención en este artículo generar una polémica con mis colegas ni con los psiquiatras, que sin duda tratan de hacer su trabajo de la mejor manera posible, pero me pregunto día a día ¿qué tipo de futuro estamos construyendo cuando nuestros niños y adolescentes son medicados desde edades cada vez más tempranas y se van asumiendo como “enfermos” que necesitan de una droga para estar bien?

Ningún niño nace hiperactivo ni agresivo ni con ganas de lastimarse ni mucho menos sin ganas de vivir, entonces, ¿qué estamos haciendo, o lo que es al menos tan grave, que no estamos haciendo con nuestros niños y adolescentes?

He trabajado con un buen número de familias que llegan a mi consulta derivados por un Comité de recepción, dispositivo creado por el Programa de Salud Mental del Ministerio de Salud Pública para, como lo dice su propio nombre, recibir la demanda de todos aquellos que requieran o sea derivados hacia atención psicológica en el marco de una IAMC. En prácticamente la totalidad de esos casos, la demanda de atención es hacia un niño y no hacia la familia, pero, con un criterio que comparto plenamente, en todos esos casos que son derivados hacia un abordaje familiar, el Comité ha entendido que es imprescindible encarar el problema desde una perspectiva sistémica, que involucre no solo al niño portador de los síntomas por los cuales consultan, sino también a todo el núcleo familiar en que está inserto.
En muchos de esos casos me he encontrado con sistemas más o menos disfuncionales y con situaciones que explican, en la mayoría de ellos, de forma por demás clara el origen de los síntomas que presenta el niño.

El Dr. Ronald D. Laing sostiene que, para comprender a un paciente, es fundamental observarlo en el contexto de sus relaciones con otros seres humanos, que incluyen de manera bastante central, la relación del paciente con el propio técnico que lo está tratando.
El comportamiento de la persona que presenta algún tipo de síntoma “psíquico” es parte de una red mucho más amplia de comportamientos perturbados y perturbadores de comunicación. “No existe una persona esquizofrénica, existe apenas un sistema esquizofrénico”
Por eso, más allá de que soy terapeuta familiar y eso impregna mi mirada, estoy absolutamente convencido de la imperiosa necesidad de no mirar SOLO a la persona que viene o a quien traen a la consulta, sino a TODO el sistema familiar que integra. Es más, estoy absolutamente convencido que, sobre todo cuando trabajamos con niños y adolescentes, todos nuestros esfuerzos y los del paciente pueden ser en vano si no logramos que el sistema asuma que el paciente es parte de ese todo que es la familia y por lo tanto, si queremos realmente lograr un resultado efectivo y sostenible, todas las partes del sistema tienen que involucrarse y asumir que el problema que manifiesta una de las partes es en realidad del todo y que esa parte solo se está haciendo cargo de expresarlo.
Sabido es que todos, de alguna forma u otra, repetimos lo que hemos aprendido. Si un niño es criado en un ambiente violento, hostil, donde el maltrato, sea físico o psicológico, es lo que impera ¿cómo podemos pretender que no reproduzca eso en los demás ámbitos donde se mueve?
De la misma forma, si ese niño o adolescente aprende que la única forma de obtener la atención de sus padres es haciendo algo malo ¿de qué forma creen que buscará captar la atención del resto de las personas con las que interactúa?
Es más, en la mayoría de los casos, el síntoma es un intento desesperado de poner un límite a situaciones que le desbordan y a la que nadie atiende. En definitiva, muchas veces el niño o adolescente denuncia, a través de su síntoma una realidad sistémica disfuncional y que el resto no quiere ver. El síntoma se convierte de esa forma, no en una forma patológica de funcionamiento sino en un verdadero mecanismo de supervivencia y, si en vez de escuchar, acallamos con medicamentos, corremos el riesgo de hacernos cómplices de esa realidad que le da lugar.
Por lo tanto, difícilmente podamos comprender que le pasa al niño o al adolescente que llega a la consulta si no conocemos también a su entorno familiar y además observamos directamente cómo es la forma de relacionarse de ese niño y adolescente con su entorno y, como decía Laing, con nosotros.

En ese contexto, me gustaría compartir algunas reflexiones que me han ido surgiendo al respecto.
En una primera instancia, me voy a ocupar de la familia y especialmente del rol de los padres en todo esto para luego, en una segunda instancia, compartir mis reflexiones acerca de otro actor fundamental como es el “sistema educativo”.
He observado varios casos de niños diagnosticados con Trastorno de Déficit Atencional e Hiperactividad (TDAH) que, por ejemplo, son grandes lectores, soportan estoicamente sesiones de hora y media de duración con niveles de ansiedad más que comprensibles dada la situación pero que para nada hacen imposible trabajar con ellos, o que demuestran ser sumamente hábiles para resolver problemas complejos.
Trabajé hace un tiempo con una familia en la que el hijo menor, de siete años estaba diagnosticado con TDAH, sin embargo era un ávido lector. Es más, sus padres le regalaban un libro y no tardaba más de dos días en leerlo. Y lo más sorprendente era que cuando le preguntaba de qué trataba el libro, me lo contaba con lujo de detalles. Evidentemente, con los estímulos adecuados, no sólo era capaz de concentrarse en la tarea de su interés, sino también de prestar suma atención.
En otro caso, el  niño diagnosticado con el trastorno era un hábil inventor. No descubro nada si digo que para inventar algo o para, a partir de varios objetos, crear uno nuevo y que funcione, se necesita una gran capacidad de abstracción y de concentración y es imposible si la persona tiene una atención muy lábil. Recuerdo claramente un episodio del donde el solo logró resolver un problema que ningún adulto había logrado y para ello había tenido que poner el juego todo el “método científico”: detección del problema, hipótesis de cómo resolverlo, detección y recolección de los recursos disponibles para la tarea, acción orientada y constatación del éxito de alcanzado. Como diríamos en Gestalt, respondió con habilidad y logró completar la figura siguiendo muy eficazmente todos los pasos del “ciclo excitación - contacto – retirada”.
Podría contar muchos más ejemplos de este tipo, pero lo que me interesa plantear es mi duda de si no será que el problema esté en que los adultos no hemos sabido adaptarnos a la realidad y los desafíos que nos presentan los niños actuales.


Creo que nos está costando mucho a los padres y a los adultos en general, asumir que el mundo ha cambiado de forma irreversible. No estamos preparados para comprender y por lo tanto hacer frente a los desafíos que implica que nuestros niños son “nativos digitales”. Es impresionante ver niños cada vez más pequeños manejando una tablet o el smartphone de sus padres. Saben que botón tocar para acceder a Youtube y poner los dibujitos que les gustan, saben que botón tocar para enviarle un mensaje de voz vía whatsapp a sus padres. ¡Y lo logran instantáneamente! Todo lo tienen ya, al instante. Entonces, ¿Cómo podemos pretender que no se aburran en una escuela que sigue funcionando como hace 50 años? ¿Cómo podemos pretender que no sean hiperactivos si están hiper estimulados? ¿Cómo podemos pretender que no tengan conductas violentas si eso es lo que observan todo el tiempo en casa o vayan a donde vayan? Y lo que es peor aún, ¿cómo podemos pretender que respeten limites si no se los ponemos o, lo que es peor aún, los ponemos muy mal o no sabemos sostenerlos?

Tengo 54 años. Cuando era niño no existían las pc y mucho menos las tablets o los smartphones. No existía internet ni el cable y las casas que tenían la suerte de tener teléfono no eran muchas. La televisión trasmitía solo unas horas al día. De hecho, mi madre cuenta que, siendo pequeño, miraba por una ventana esperando que anocheciera porque a esa hora comenzaba mi serie favorita de esa época: “El llanero solitario” ¡Cuantas veces, a la vuelta de la escuela, me calcé el antifaz, me monté en mi caballo “Plata” y cabalgué junto a mi fiel amigo “Toro” por la llanuras del patio de mi casa!
Vivía en una vieja casona de 400 metros cuadrados ¡la de universos que imaginé jugando por todos sus recovecos! Y ni que hablar cuando tuve edad para subir a sus techos. Construía ciudades enteras. Fui cowboy, indio, agente secreto, etcétera, etcétera. Mi imaginación volaba y todo lo que leía o veía en el cine o en la tele era insumo para los juegos del día siguiente.
Hoy día, los niños viven en apartamentos de 50 metros cuadrados, salvo para ir a la escuela, no pueden salir a la calle y mucho menos jugar en ella, por los peligros que todos conocemos. Muy pocos niños han subido a un árbol o jugado al futbol o a la escondida en la vereda. Los tenemos de casa a la escuela, de esta al inglés, de allí al club y de nuevo a casa. Y cuando están en ella,  están “conectados” prácticamente todo el tiempo. Ya no comen en la mesa, les permitimos hacerlo en sus dormitorios, mientras chatean, juegan o miran videos en Youtube, con lo cual hemos renunciado a uno de los momentos más importantes para la comunicación familiar como es el comer juntos. Y para colmo, internet les da todo hecho, ya no hay lugar para la elaboración personal y menos para la imaginación.
Hace un par de años estuvimos de viaje con mi esposa y en el hotel donde nos quedamos observábamos asombrados a una joven pareja de aspecto europeo que, ya en el desayuno, sentaban a sus dos hijos que no pasaban los 5 y 3 años, frente a sendos ipads sin siquiera interactuar un momento con ellos. ¿Cómo pueden pretender después que esos niños desarrollen la capacidad de comunicarse o de compartir si desde tan pequeños ya los sumergen en una pantalla, aislados de lo que ocurre a su alrededor?
Hoy día, ya desde muy pequeños, los niños aprenden a tener todo de manera inmediata y a cualquier hora. Resulta espeluznante ver la cantidad de niños y adolescentes que no duermen por las noches porque la pasan navegando por internet. ¡Y los adultos lo permitimos! Y para peor, después nos quejamos porque no nos dan “bola”.
Queridos colegas de paternidad, ustedes son los que pagan la tele, el cable, internet, los celulares, las tablets, por lo tanto, ustedes son los responsables del uso que se le da a todo eso. No podemos delegar en nuestros hijos una responsabilidad que es NUESTRA, y que además ellos no pueden y no deben asumir.
“Es que no me hace caso” escuchamos a cada momento a los padres quejarse de niños cada vez más pequeños. Y lo que es peor aún, con esa excusa los vemos renunciar a su autoridad y a su capacidad de poner límites librando a sus hijos a una anarquía que solo los puede llevar a la confusión y el caos.
Me genera mucha bronca cuando siento a un padre llegar a la consulta y proclamar delante de su hijo/a “problemática/o”: “ya no puedo con él” ¿Qué respeto puede sentir ese niño por ese padre/madre que reconoce públicamente su impotencia?
Y entonces, cuando efectivamente ya no pueden con ellos y reproducen ese des-orden en todos los ámbitos en que se mueven, los llevan al psiquiatra para que les dé “algo que lo tranquilice” o a los psicólogos para que los “enderecemos” y les pongamos los límites a los que ellos renunciaron dejando de esa forma que ellos, sus hijos, se asuman como “problemáticos” y que deba ser medicados para poder estar bien.
No debemos olvidar nunca que los límites no solo limitan, también contienen. Los límites geográficos no solo nos marcan hasta donde va un país y donde termina el otro, también nos dan contención a quienes vivimos dentro de estas fronteras, y nos dan identidad. Si no existieran, no sabríamos donde estamos parados y nos perderíamos.
Eso es lo que le pasa al niño y al adolescente que no tiene límites, se pierde, se queda sin referencias, y cuando necesita contención, no sabe adónde pedirla, porque ¿cómo confiar que se la van a dar aquellos que se reconocieron incapaces de poder con él?

Y todo eso con la complicidad de un sistema educativo que colabora con ese modelo y con la estigmatización de cada vez más niños y adolescentes. Pero de esto último me ocuparé más adelante.
Mi colega Alejandro De Barbieri dedicó un libro entero a tratar estos temas y tuvo un éxito arrollador de ventas.
Más allá de las diferencias que podamos tener en algunos enfoques, concuerdo con él en la imperiosa necesidad de revertir lo que está ocurriendo si realmente queremos comenzar a construir una sociedad más sana.

Ahora bien, ¿por qué los padres hemos renunciado de forma tan flagrante a cumplir nuestro rol de ser los primeros educadores de nuestros hijos?
Mucho se ha teorizado y sin duda se va a seguir teorizando sobre este tema, pero me gustaría tirar sobre la mesa algunas hipótesis que me he planteado al respecto, que sin duda no serán originales pero tal vez puedan aportar a la reflexión.
En primer lugar, muchos de quienes somos padres hoy somos “hijos de la dictadura”, vivimos nuestra niñez o nuestra adolescencia en ese período oscuro de nuestra historia, donde el autoritarismo y el despotismo eran ejercidos con total impunidad por parte, no solo de las “autoridades”, sino también por todo aquel “pinche tirano” que, por estar apadrinado por el régimen, se sentía con poder y abusaba de el. Esto creo generó en nuestra sociedad, al igual que en la mayoría de los países donde se dieron circunstancias de este tipo, un verdadero “efecto pendular”. Todos hemos visto lo que ocurre cuando llevamos un péndulo hacia un extremo y lo soltamos, instantáneamente se dirige hacia el otro extremo. Es decir, el péndulo estaba en el extremo del autoritarismo y la represión y se fue instantáneamente al extremo de la falta de autoridad y la permisividad y no nos dimos cuenta que todos los extremos son malos y que si bien a nosotros nos costaba mucho ser felices en las condiciones que nos tocó vivir, a nuestro hijos les cuesta mucho en este clima de caos y desorden emocional al que los expone la falta de límites y de figuras parentales fuertes.

Por otra parte, los padres hemos desarrollado un miedo totalmente irracional a frustrar a nuestros hijos y por lo tanto, hacemos impresionantes esfuerzos para darles todo lo que piden, y no nos damos cuenta el enorme daño que les generamos con ello.
El deseo es uno de los grandes motores que tenemos los seres humanos, pero si les damos todo, no les damos la oportunidad de desear y de trabajar para lograr satisfacer ese deseo.
Pero además, todos sabemos lo costoso que es valorar algo que recibimos sin ningún esfuerzo. Y esto corre para cualquier cosa que se nos ocurra, desde lo más simple a lo más complejo. Por lo tanto, después no nos quejemos si vemos que nuestros hijos no valoran nada de lo que les damos o si, como suele ocurrir en muchos casos, asumen la “ley del mínimo esfuerzo”
Nos guste o no, la frustración es inherente a la vida. La mayor y más dolorosa frustración a los que nos enfrentamos los seres humanos es nuestra mortalidad. Por más que intentemos negarla, por más que intentemos hacer enormes esfuerzos para tratar de vencerla, la muerte es la única certeza absoluta que tenemos todos los seres vivos que habitamos sobre este maravilloso planeta.
Pero sin ir a algo tan extremo, permanentemente nos enfrentamos a frustraciones más o menos importantes, por lo tanto, frustrar a nuestros hijos o dejarlos que experimenten la frustración, también es un acto de amor y una forma de educarlos y prepararlos para una vida que sin duda no les va a tener las mismas consideraciones y cuidados que nosotros.
Uno de los grandes problemas que tienen los jóvenes y adolescentes de hoy en día es precisamente la muy baja tolerancia a la frustración. Y si a eso le agregamos que cuando sufren por ello, no encuentran figuras fuertes que puedan darles la contención que necesitan, entonces tenemos un indicio de porqué nos encontramos con tantos que no logran encontrarle sentido a la vida y terminan teniendo conductas autodestructivas.
¿Y a qué se debe esa dificultad tan grande a frustrar a nuestros hijos? Muchas pueden ser las respuestas y confieso no tenerlas, pero a modo de hipótesis, creo que las enormes exigencias que nos plantea la vida moderna y esta locura consumista en la que estamos inmersos, nos lleva a que dediquemos demasiadas horas del día a trabajar y a obtener el dinero necesario para sostener el estilo de vida que la sociedad nos impone, y eso hace que cada vez tengamos menos tiempo para estar con nuestros hijos y dedicarles atención. Y, como sabemos que eso no está bueno pero nos sentimos incapaces de parar esa “máquina infernal”,  entonces nos sentimos tremendamente culpables y buscamos reparar nuestro abandono no dejando que les falte nada, sin darnos cuenta que NADA puede sustituir lo que realmente necesitan que es nuestra activa presencia, atención y amor.
Cuantas veces nos encontramos con padres que expresan “no entiendo que le pasa ¡si tiene todo!” y cuando les preguntamos cuanto tiempo les dedican a jugar o que actividades o gustos tienen en común no saben que responder. Recuerdo un caso de un adolescente al que trajeron a consulta porque “ya no sabían qué hacer con él”. Cuando, luego de varios intentos, logré que su padre viniera a la consulta, le pregunté qué actividades hacían juntos. Me cuesta expresar la cara de confusión y asombro que el padre puso frente a la pregunta. Al principio me dijo que no entendía. Cuando le repregunté si nunca iban a ningún lado juntos o si no tenían algo en común que les gustara hacer juntos, me contestó, bastante molesto con un rotundo NO.
Ese hombre no tenía la más remota idea de lo que le pasaba a su hijo, de los impresionantes esfuerzos que hacía  para captar su atención y mucho menos del dolor que le causaba ver como todos esos esfuerzos eran infructuosos.

Por último, quiero referirme a un aspecto de la educación de nuestros hijos que creo debemos considerar.
Muchos padres manifiestan criar a sus hijos en libertad, con la muy loable intención de que sean “espíritus libres” que sepan lo que quieren y que luchen por ello. Ahora bien, si bien comparto plenamente este punto, ser libre no implica poder hacer cualquier cosa ni puede ser una licencia para convertirse en verdaderos tiranos que terminan sometiendo a sus padres a sus deseos. Hace un tiempo leí en el portal de un instituto español dedicado a la formación en Psicología, un artículo que hablaba de lo que ellos llaman el “síndrome del niño emperador” que describe claramente esto que estoy planteando.
Pero además, la libertad debe ir siempre de la mano de la responsabilidad, es decir, mal puedo ejercer mi libertad si no puedo hacerme responsable de lo que ello implica. Hace un tiempo una madre me contaba que se pensaba ir unos días para un balneario y su hijo de 15 años se negaba a acompañarlo. Ella está separada del padre de su hijo y este no podía hacerse cargo del chico, por lo que debía quedar solo en la casa. Ella planteaba que siempre había respetado la libertad de su hijo y no quería obligarlo a ir si no deseaba hacerlo. El tema es ¿puede un chico de 15 años quedarse solo varios días en su casa? ¿está en condiciones de hacerse responsable de lo que eso implica? Entonces, ¿está cumpliendo cabalmente con su rol un padre/madre que, en nombre de la libertad, expone a su hijo a riesgos que este no puede sostener?
Los padres debemos ser padres y gran daño podemos hacerle a nuestros hijos si, en nombre de una libertad mal entendida, abdicamos de nuestra autoridad y de nuestro rol.


Todo esto que he expuesto creo muy importante tener en cuenta a la hora de evaluar y diagnosticar a un niño o adolescente que llega con el “rótulo” de problemático.

jueves, 3 de diciembre de 2015

A propósito de Paris, la violencia y la muerte


Me duelen TODAS las muertes, las de Paris, las de Beirut, las de Siria, las de Palestina, las de Israel, las de Afganistán, las de Estados Unidos, las de Venezuela y las de Uruguay.
Me duelen todas las muertes porque la muerte siempre duele. Aún cuando la esperamos o cuando racionalmente sentimiento que es lo mejor, la muerte siempre duele. Y nos duele por lo que nos roba, por el otro que ya no va a estar, y por lo nuestro que se va con él. Nos duele por los que sufren por la pérdida y porque nos pone de cara con nuestra única certeza absoluta: nuestra propia mortalidad.
Pero más me duelen las muertes absurdas que son producto de la violencia. Pensaba decir irracional, pero lamentablemente, la mayoría de esas muertes absurdas son fruto de algo planificado, fríamente calculado, medido con una precisión quirúrgica. Y eso es lo que más me indigna y duele. Miles de años de evolución no han hecho más que sofisticar nuestra increíble tendencia a la destrucción, que siempre termina siendo a la autodestrucción.
Y no importa de qué bando sea, no importa quien tiene circunstancialmente la razón, no olvidemos que cada uno ve la realidad desde su punto de vista y por lo tanto siente que tiene la razón. Podremos tener distinto color de piel, distinto género, distintas creencias filosóficas o religiosas, pero la sangre de todos los seres humanos que riega los lugares donde se produce una matanza siempre es roja. Y siempre, detrás de un muerto existen padres, hermanos, parejas, hijos que sufren el desgarro en su corazón que implica la muerte.
Para colmo, en esta sofisticada insanía que implica la guerra moderna, cada vez más, los muertos son mujeres, hombres, ancianos y niños inocentes que nada tienen que ver con los obscenamente mezquinos intereses que están detrás de ellas.
Atentados terroristas como los de los últimos días en Beirut o Paris o bombardeos que caen “por error” sobre escuelas, hospitales o zonas urbanas atestadas de gente no hacen más que confirmar que los seres humanos somos considerados cada vez más como “daños colaterales” y menos como personas. No es necesario esperar futuros apocalípticos donde las maquinas se rebelan y quieren extinguir a los humanos, ya lo estamos haciendo nosotros mismos.
Y lo más triste del caso, estas escaladas de violencia no hacen más que fomentar y alimentar a las fuerzas más reaccionarias. Los Trump, Le Pen, Bush, etcétera, y toda la industria armamentista se relamen y disfrutan cada vez que una bomba estalla, sea en el lugar del mundo que sea.
Discrepo radicalmente con los que dicen que los muertos del tercer mundo no le importan a nadie, cuantos más muertos haya de uno y otro bando, más armas se venden para vengarlas.

En estos días leí un artículo de Rubén Darío Buitrón donde plantea lo siguiente:
¿Quiénes compran el petróleo al Estado Islámico? Las mismas potencias mundiales.
Pero los medios y los periodistas que manejan el discurso “occidental” (un discurso xenófobo, con complejo de superioridad, que comete el delito de discriminación por creencia religiosa, que sube los altares a sus presidentes genocidas) miran a los atacantes de París a la distancia y con miedo, como si fueran demonios.
Pero no.
Los demonios están mucho más cerca de lo que creen: son sus propios gobernantes.
Más allá de compartir prácticamente la totalidad de lo que el autor plantea, lamento agregar que esos gobernantes no llegaron al poder por decisión divina, nosotros los pusimos ahí. Negar eso, plantear teorías conspirativas de como las grandes corporaciones son las que realmente gobiernan, como si estas no estuviesen dirigidas por humanos, no hace más que intentar eximirnos de responsabilidad. El famoso “yo no los voté” tan popular por estos lados. TODOS somos responsables de la violencia de la misma forma que TODOS somos sus víctimas. Por eso, toda forma de violencia es, en definitiva, autodestructiva.
Muchos se preguntarán “¿y yo que tengo que ver con lo que ocurre a miles de kilómetros?” “¿Cómo puedo ser responsable de algo tan ajeno a mí?” Ese es precisamente uno de los principales problemas que nos impiden aproximarnos a una solución. Seguimos centrados en nuestro yo individual, viendo nuestra chacrita sin asumir que somos parte de un todo y que por lo tanto, cualquier cosa que le ocurra al todo nos afecta, de la misma forma que, aunque nos cueste comprenderlo, lo que ocurre a cada uno, afecta al todo.
Por eso, si realmente queremos comenzar a poner un límite a esta barbarie, debemos dar un verdadero salto evolutivo y pasar de la primera persona del singular a la consciencia del nosotros, a la consciencia de totalidad. Y de esa forma asumirnos como co responsables de todo lo que ocurre en la totalidad, para bien o para mal. Solo de esa forma tendremos alguna esperanza de torcer ese camino inexorable hacia la autodestrucción que la humanidad toda estamos transitando.
Hay un viejo dicho que dice, valga la redundancia, que si todos los chinos saltaran a la vez podrían torcer el eje de la tierra, con todo lo que eso implicaría. Por eso, lo importante es que no lo sepan. Y de eso se trata, de hacernos creer que no podemos hacer nada o, lo que es prácticamente lo mismo, que no seamos consciente de lo que realmente podemos hacer.
La peor forma de dominación no es por el miedo o el terror. La peor forma de dominación es a través de la ignorancia y la desvalorización, impedir que el otro se conozca y asuma su poder personal, y hacerle sentir que no tiene ninguno y que no es nadie sin su dominador.
Ahora bien, si queremos logran un cambio real de consciencia, y lo que es fundamental, que sea sostenible, debemos comenzar primero por nosotros mismos, por nuestra consciencia. Y, como cualquier modificación en algunas partes afecta al todo, nuestro cambio se irá sumando al de otros y se convertirá en una verdadera revolución. En una que realmente funcione, en una que venga desde abajo, desde las bases y por lo tanto, como vendrá de lo más profundo de nosotros mismos, sin violencia.
Si miramos la historia de la Humanidad, veremos que todas las revoluciones violentas fracasaron. Y lo hicieron por dos razones fundamentales: porque generalmente no vinieron de abajo si no de arriba, de elites iluminadas que se arrogaron el poder de saber “lo que el pueblo quiere y necesita” y por lo tanto, no surgieron de un cambio general de consciencia que le diera legitimidad y sustentabilidad. Por eso, la mayoría de las revoluciones violentas de la historia, terminaron en cruentas dictaduras que terminaron avasallando todo aquello que pretendían defender.

Ahora bien, ¿como generamos ese cambio a partir de nosotros mismos? En primer lugar, reconociendo y asumiendo nuestra propia violencia.
Todos nos horrorizamos cuando vemos las imágenes de niños muertos o mutilados, de ciudades destruidas por las bombas o cuando, como en los sucesos de Paris, vemos que no estamos tan lejos, que ya no es tan seguro ir a un toque de una banda de rock o a un partido de fútbol en una de las ciudades más importantes del orbe. Pero esas son formas de violencia extremas. También es violencia cuando destratamos a quien tenemos al lado, cuando le negamos oportunidades, cuando intentamos someterlo a nuestros deseos.
Violencia no es solo la que se practica con un arma o una bomba. Violencia no es solo el golpe que el marido le da a su esposa porque la sopa estaba fría. Violencia es también el insulto, la prepotencia, el engaño, la humillación.
Cuando un padre le dice a su hijo pequeño “no llores no seas maricón” también es violencia porque le está enseñando a reprimir sus afectos y de esa forma a negarse a sí mismo.
Y también lo es cuando, por miedo a quedarnos solos, boicoteamos las posibilidades y los deseos de crecimiento de quien tenemos al lado.
Violencia es todo aquello que de una forma u otra atenta contra la dignidad del otro. Por eso nadie se puede ni debe sentir ajeno a ella.
La mayoría de los jóvenes que irrumpen armados hasta los dientes en los colegios de Estados Unidos y disparan contra todo lo que se les pone adelante, sufrieron alguna especie de abuso o bulling. Aquí, en nuestro pequeño paisito, todos recordamos a la joven liceal que quedó en una silla de ruedas al recibir una bala perdida de otro adolescente que llevó al liceo el arma de su hermano policía, harto de las burlas y el acoso de otros compañeros.
Cuando escucho en las noticias que cientos de jóvenes europeos dejan sus casas para unirse al Estado Islámico me pregunto: ¿qué habrán vivido y vivirán esos jóvenes para tomar tamaña decisión? Posiblemente nunca sepa la respuesta, pero no creo equivocarme mucho si pienso que nosotros mismos, como sociedad los hemos empujado hacia allí.


Por eso, en vez de mirar horrorizados lo que ocurre en otras partes del mundo, propongo que cada uno de nosotros miremos hacia adentro y tengamos el valor de reconocer nuestra propia violencia a partir de allí, asumamos el firme propósito de lograr un cambio que sea el germen de la verdadera lucha por la paz y la convivencia que tanto necesita la Humanidad toda. Sólo así podremos realizar el salto evolutivo que nos permita detener la autodestrucción y alumbrar un horizonte de esperanza para toda la Creación.

viernes, 25 de septiembre de 2015

Nuevo sitio web

Tengo el agrado de comunicar la apertura de mi nuevo sitio web donde a partir de ahora podrán encontrar mis nuevas publicaciones.
La dirección es:        
                             rafaelperandones.com

En los próximos días iré migrando los contenidos de este blog hacia allí aunque este sitio seguirá abierto.

Los espero.

domingo, 20 de septiembre de 2015

HACERNOS CARGO

La recientemente publicada foto del niño sirio muerto en la orilla de una playa europea ha desatado una ola de indignación generalizada, que obviamente comparto, y un sentimiento común en todo el mundo de que es necesario hacer algo para, por un lado atender la urgencia de la catástrofe humanitaria de cientos de miles de refugiados, y por otro, para detener la barbarie que la genera.
La imagen es por demás elocuente y es imposible permanecer impasible ante ella, pero no es muy distinta a muchas otras que han aparecido a lo largo de los años. En estos días han aparecido recicladas las imágenes como la de los niños vietnamitas corriendo desnudos huyendo del napalm con que bombardeaba el ejército norte americano o la horrenda del buitre esperando que el completamente desnutrido niño africano muera para hacerse de su cadáver. Todas estas imágenes, cuando fueron publicadas, generaron el mismo horror y la misma indignación, y sin embargo poco hemos podido hacer como civilización para modificar esa realidad.
Me pregunto y espero de todo corazón equivocarme en la respuesta que intuyo, ¿Cuánto tiempo va a durar esta oleada de solidaridad con los refugiados que campea a lo largo y ancho del planeta? ¿Será que esta vez realmente nos haremos cargo del problema y le encontraremos una solución? ¿O será que una vez que pase el impacto inicial volveremos al deporte favorito del ser humano: desligarnos de la responsabilidad y colocarla en cualquiera que no seamos nosotros mismos?
Somos parte del todo que implica la Humanidad, por lo tanto, como cualquier modificación en una de las partes afecta al todo, no podemos hacernos los distraídos. Y mucho menos ahora, globalización mediante, el drama de los refugiados nos golpea en la cara, y si no, pregúntenle a cualquiera que pase por la plaza Independencia en estos días.
Pero además, ¿quién no tiene en este país un ancestro que no fuera un refugiado?, ¿quién no tiene un familiar o un amigo cercano que no haya estado refugiado, sea por razones políticas o económicas? No es un tema que nos sea ajeno.
Por lo tanto, y vuelvo al todo y la parte, como parte de la Humanidad que integramos, TODOS somos co-responsables de lo que ocurra en ella, y debemos hacernos cargo de ello.
Ahora bien, nada va a cambiar si no comenzamos por un cambio profundo en nosotros mismos.

“Cuando era joven y mi imaginación no tenía límites, soñaba con cambiar el mundo. Cuando me hice más viejo y sabio, descubrí que el mundo no cambiaría: entonces restringí mis ambiciones, y resolví cambiar a mi país. Pero el país también me parecía inmutable. En el ocaso de la vida, en una última tentativa, quise cambiar a mi familia, pero ellos no se interesaron en absoluto, arguyendo que yo siempre repetía los mismos errores. En mi lecho de muerte, por fin, descubrí que si yo hubiera comenzado por corregir mis errores y cambiarme a mí mismo, mi ejemplo podría haber transformado a mi familia. El ejemplo de mi familia tal vez contagiara a la vecindad, y así yo habría sido capaz de mejorar mi barrio, mi ciudad, el país y ¿quién sabe? cambiar el mundo.”[1]

El texto precedente describe maravillosamente lo que quiero plantear: no podemos pretender que los demás se hagan cargo de sus responsabilidades si primero no comenzamos por nosotros mismos.
La palabra responsabilidad no goza de mucho prestigio, tal vez porque la mayoría de las personas la tienen muy asociada a una de sus acepciones y que tiene que ver con las obligaciones. Sin embargo, quiero referirme a dos acepciones que me parecen mucho más interesantes y estimulantes: “capacidad existente en todo sujeto activo de derecho para reconocer y aceptar las consecuencias de un hecho realizado libremente”, y la que más nos gusta a los gestaltistas, la “response-ability” o “habilidad para responder”.
Detengámonos un momento en la segunda acepción. La habilidad para responder implica necesariamente que antes de responder tengo que tener muy claro cuáles son mis habilidades. Es decir, implica un verdadero conocimiento de mí mismo y de mis recursos, tanto internos como externos. Y aquí lo enganchamos con la acepción anterior. Si realizo una elección libre y plenamente consciente de mis posibilidades, no voy a tener ningún problema para hacerme cargo de las consecuencias que esa elección genere.
Ahora bien, como esto está muy lejos de la omnipotencia, ser “hábil para responder” también implica conocer muy bien mis limitaciones y de esa forma no comprometerme con aquello con lo que sé de antemano que no puedo. Ser responsable no implica ir en contra de nuestras posibilidades. Ser responsable implica ser conscientes de nuestras limitaciones y por lo tanto reconocer cuando no podemos con algo. Eso es también ser responsable.
Un ejemplo: me apasiona el futbol, toda mi vida quise jugar pero lamentablemente ese nunca fue uno de mis aspectos destacados. De todas formas, cada tanto fantaseo con la posibilidad de intentar en alguna liga senior. Hace poco un paciente trajo a la sesión que está jugando en un equipo en una liga amateur. Él tiene mi misma edad por lo que automáticamente volvieron a mi los deseos de explorar la posibilidad de encontrar un lugar. Sé que más allá de mi falta de condiciones para el deporte, jugar en un equipo, por más amateur que sea implica un compromiso, hay que estar todos los domingos de mañana, hay que entrenar, hay que ser consistente. Por otra parte, tengo algunos problemitas de salud por los que debo cuidarme y no sé si el futbol es uno de los deportes que puedo realizar. En resumen, mi deseo es muy grande, es además una de las asignaturas pendientes en mi vida, si actúo por impulso, el próximo domingo estoy en alguna de las muchas canchas donde se practica pidiendo una oportunidad. Pero sé, aunque me duela reconocerlo que no estoy en condiciones de sostenerlo. Sé que tendría que tomarme el entrenamiento muy en serio y no tengo ni el tiempo ni las ganas para hacerlo. Sé que si me comprometo no puedo dejar colgado a mis compañeros, y sé que mi familia se va a tener que “bancar” mi mal humor si las cosas no salen como espero. Así que, con el dolor del alma, debo asumir mi “herida narcisista” y actuar responsablemente no metiéndome en un problema que no puedo ni tengo las ganas de sostener.
Conozco muchos hombres de mi edad o incluso mayores, que al separarse se vinculan con mujeres mucho más jóvenes, algunas incluso más jóvenes que sus hijos. Muchas veces encuentran, y nunca falta alguna, mujeres que tienen carencia de figura paterna y la proyectan en ellos, y a su vez, les alimenta el ego sentirse vigentes y jóvenes al ver que pueden seducir a alguien muchos años menor. Pero lamentablemente, en la mayoría de los casos se están comprando un problema. Los intereses y momentos evolutivos son muy disímiles, y si bien en la etapa de enamoramiento todo parece posible, a medida que van profundizando en la relación se van dando cuenta que las diferencias son cada vez más difíciles de subsanar y lo que parecía muy bueno, termina convirtiéndose en una gran frustración que fácilmente se podría evitar asumiendo la realidad y actuando responsablemente.

Me gusta decir que la Psicoterapia Gestáltica debería llamarse la “Terapia de la responsabilidad”. Desde el presupuesto metodológico de hablar siempre en primera persona, pasando por el uso que hacemos del “darse cuenta” como punta pie inicial para cualquier transformación, hasta el que sea una terapia centrada en el “aquí y ahora”, todo apunta a que nos hagamos cada vez más conscientes de nosotros mismos y de esa forma logremos la meta fundamental de nuestro abordaje: que cada uno se convierta en la mejor versión de sí mismo y de esa forma alcance el auto sostén.
Quiero aclarar este último aspecto. Auto sostén no implica auto suficiencia, sino todo lo contrario, cuando más auto sostenido estoy, más consciente soy de mis recursos o habilidades y de mis carencias, por lo tanto, sé hasta donde puedo y hasta donde no, por lo tanto, se pedir cuando necesito la ayuda de los demás.
Uno de los aspectos fundamentales en el trabajo dentro de la Psicoterapia Gestáltica consiste en lograr que la persona sea consciente del “como” y el “para que” de lo que hace. Cómo es que repito siempre las mismas conductas y  para qué me sirve hacerlo, cuál es el “beneficio secundario” que obtengo. Pero el  “darse cuenta” no sirve de nada si no va acompañado de una asunción de la responsabilidad que ello implica.
Joseph Zinker, uno de los más importantes exponentes de nuestra corriente desarrolló hace ya muchos años un concepto fundamental de este abordaje, el “ciclo de la energía” o “ciclo excitacion-contacto-retirada” que describe magníficamente la irrupción, desarrollo y resolución de una gestalt o figura dentro del continuo “figura-fondo”. Este ciclo se inicia con la sensación, el momento en que la figura irrumpe, sigue con el darse cuenta, momento en que tomo consciencia de la figura, luego llega el momento de la movilización de la energía en que realizo la estrategia que me va a permitir resolver la gestalt, acto seguido viene la entrada en acción, momento en que comienzo a realizar aquello que planifique, luego viene uno de los momentos más importantes, el contacto, cuando tomo contacto  con la figura y la resuelvo, y finalmente, el momento de la retirada en que, una vez resuelta la figura, retiro mi energía, la situación vuelve al fondo y puede emerger una nueva figura. Un ejemplo que me parece muy gráfico es el siguiente: estoy concentrado en algo que en ese momento es mi figura pero de repente comienzo a sentir una sensación que me empieza a perturbar y distraer, hasta que comienza a desplazar lo que estoy haciendo y se impone como figura. Allí me doy cuenta que siento hambre, así que realizo un inventario mental de los recursos con los que cuento a los efectos de saciar mi necesidad: recuerdo que tengo un trozo de queso y un poco de jamón en la heladera. Por lo tanto, me pongo en acción, voy a la cocina y me preparo un sándwich. Hago contacto con mi necesidad, como y de esa forma, al saciar mi hambre, este desaparece como figura, me retiro y puedo volver a concentrarme en lo que estaba haciendo o en alguna nueva figura que emerja.
Esa es precisamente la forma de hacerme cargo de mis necesidades y de mis deseos. De nada sirve tomar consciencia, si luego no hago algo al respecto.
Todos somos de alguna forma, producto de nuestra historia. Todos configuramos una forma de estar en el mundo a partir de lo que hemos aprendido desde el comienzo de nuestra vida en este planeta. Si una persona nace y crece en un ambiente de violencia, es sumamente probable que eso sea lo que reproduzca a lo largo de su vida. Ahora, si en un momento, la persona toma consciencia de los mecanismos que lo llevan a repetir esos modelos y realmente desea diferenciarse de ello, entonces, no le va a servir de nada “llorar sobre la leche derramada” y lamentarse por la vida que le tocó. Lo que realmente le va a permitir cambiar esa realidad es lo que él/ella haga de ahí en adelante, que asuma su realidad y trabaje para cambiarla.
No está bueno que, al tomar consciencia de mi hambre, espere que otro lo perciba y se haga cargo de saciarlo. Sin embargo eso es lo que hacemos muchas veces, esperamos que el otro se “dé cuenta” de lo que necesito y nos enojamos si no lo hace. “Tendrías que haberte dado cuenta que estaba mal y quería hablar contigo” ¿Cuántas veces habrán dicho o escuchado esta frase? Pero, ¿de quién es la necesidad? Si esperamos que los demás se hagan cargo de lo que necesitamos o deseamos, muy probablemente nos frustremos. Y muy probablemente, al proyectar la satisfacción de ello en el ambiente, seguramente lo que terminemos generando sea una relación de dependencia dado que nos terminaremos convenciendo de que la solución no está en nosotros sino en el afuera.
Obviamente, muchas veces necesitamos del otro para satisfacer una necesidad o un deseo, pero lo que corresponde en ese caso es que nos hagamos cargo de eso y lo pidamos, asumiendo de esa forma el riesgo de que el otro no esté disponible para nosotros, pero teniendo éste también que asumir su responsabilidad sobre la respuesta que nos dé.

Trabajando con parejas he observado muchas veces como les cuesta hacerse cargo a uno y al otro de lo que siente, y como terminan muchas veces en rebuscadas actuaciones de los conflictos que no solo no aportan ninguna solución, sino que terminan “embarrando” cada vez más la “cancha”.
He visto más de un caso de personas que frente al sentimiento de estancamiento de la relación terminan generando situaciones que “pateen el avispero”. Por ejemplo, hoy día, resulta bastante común dejar como al descuido el celular o la sesión de Facebook abierta con algún diálogo comprometedor, con las consabidas reacciones que se generan cuando el otro lo encuentra. Se me podrá decir que ese tipo de “actuaciones” son inconscientes, y podemos estar de acuerdo, pero cuando uno trata de indagar en cómo estaban las cosas antes que eso pasara, lo más frecuente es que encontremos que, al menos uno de los miembros de la relación, se sienta frustrado e insatisfecho con cómo están las cosas. Entonces, ¿no es más fácil plantear lo que sentimos y tratar de generar un diálogo que procure una solución? O si lo que quiero es terminar la relación, ¿no es mejor, expresarlo y evitar de esa forma que la separación se dé de una forma conflictiva y traumática que termine opacando todo lo bueno que seguramente la relación tuvo?
¿Cuántas veces observamos que se busca a un tercero que venga a definir aquello que no nos animamos a hacer y que además, se haga cargo de las culpas?
Me ha pasado trabajar con parejas que a todas luces son muy disfuncionales y en la que ambos miembros son conscientes de lo insostenible de la relación. Sin embargo, ninguno de los dos quiere hacerse cargo de la responsabilidad de ponerle fin y entonces, actúan el conflicto delante mío como esperando que sea yo quien les diga que no pueden seguir juntos. En más de una ocasión, cuando les muestro esto y les digo que yo no me voy a hacer cargo, dejan de venir. Sería todo mucho mejor, y a la larga mucho menos doloroso, si asumieran lo que les está ocurriendo, y ahí sí, contar con mi ayuda para lograr que la separación, si es lo que corresponde, se dé de la mejor manera posible.
Y ¿qué decir de los padres que depositan en nosotros la responsabilidad de poner los límites o frustrar a sus hijos niños o adolescentes? O lo que es peor, que transfieren responsabilidades a sus hijos que, obviamente estos no pueden asumir, subvirtiendo totalmente los roles y convirtiéndose en hijos de sus hijos.
Hace un tiempo trabajé con una familia en la que la hija de nueve años era la que se tenía que encargar de calmar al padre cuando venía alcoholizado y se ponía violento con la madre. Cuando le pregunté a la madre por qué no era ella quien ponía el límite y de esa forma cumplía con su rol y protegía a su hija, me dijo: “porque a mí no me hace caso y a ella sí”.
Cargamos a nuestros niños y adolescentes con responsabilidades que exceden largamente sus posibilidades, ¡y todavía queremos que rindan en escuela y no estén ansiosos!
Me tiene sumamente preocupado la cada vez más creciente “psiquiatrización” de nuestros niños y adolescentes que observo día a día sobretodo en la institución en la que trabajo y fundamental que nos hagamos cargo de ese problema si realmente queremos cambiar esa realidad. Pero de eso me ocuparé más profundamente en mi próximo trabajo.

Para terminar, quiero recordar que solo podremos cambiar “La Realidad” si primero cambiamos nuestra realidad personal y que, lejos de limitarla, ser responsables acrecienta nuestra libertad.
El ser libre implica una gran responsabilidad, y a su vez, cuanto más responsables, más libres somos.



[1] Epitafio de la tumba de un obispo anglicano en la Abadía de Westminster.