viernes, 1 de julio de 2016

Una breve historia de tomates

María y Juan decidieron festejar su primer mes de convivencia con una cena en el mejor restorán del pueblo. Para poder hacerlo juntaron hasta la última monedita de sus menguadas economías, pero sentían que la ocasión lo ameritaba.
Cuando pidieron la carta, vieron, no sin cierta frustración, que todo era muy caro para ellos, pero ya estaban allí y su deseo de festejar era tan grande, que decidieron “hacer de tripas corazón” y seguir adelante. La solución que encontraron fue pedir un plato cada uno y compartir la ensalada.
La velada tuvo todo lo que ellos esperaban así que estaban felices. Sin embargo, mientras volvían caminando a su casa, disfrutando de la hermosa noche primaveral, ambos coincidieron en que lo único que no les había gustado era la ensalada, sobre todo, el pobre y poco natural sabor del tomate. Así que decidieron hacerse el propósito como pareja de sembrar y cosechar sus propios tomates.
Ellos vivían en una casita muy modesta pero con un pequeño jardín al que mucha atención no le prestaban, así que decidieron limpiar un pedazo y comenzar a preparar la tierra para su siembra.
Al principio, Juan quería plantar las semillas que había conseguido y punto, pero María le convenció de la necesidad de dejar el terreno limpio, “¿de qué forma sino vamos a saber si lo que crece es nuestra plantita o un simple yuyo?” “Además, es fundamental que tenga lugar para crecer, sin que la maleza la asfixie”.
Y así, juntos, fueron cuidando y cultivando su plantita. Por momentos más ansiosos de que “ya” diera frutos, por momentos, solo disfrutando de verla crecer, de regarla, de acomodar sus guías en las cañas con las que construyeron su tomatera.
Y llegó el primer tomate. ¡Cuánta alegría el día  que vieron el pequeño botoncito verde! Tan emocionados estaban que, cuando estuvo maduro, les costó muchísimo arrancarlo de la planta. ¡Sentían que le estaban arrancando un hijo a su madre! Pero luego comprendieron que la planta les retribuía todos sus cuidados y atención de la única forma que podía, dándoles su fruto para que lo disfrutaran y que si no lo hacían, no solo sería un desperdicio, sería además como rechazar esa ofrenda.
Así que lo cosecharon y prepararon una ensalada con el. ¡Que distinta a aquella que disparara toda esta historia! El sabor les pareció delicioso y la textura de su pulpa, ¡que diferente a la de los que venden en el supermercado, que parecen de plástico!
Realmente quedaron rebosantes de placer ante tan maravilloso manjar.
Por supuesto vinieron muchos más tomates y poco a poco, el pequeño cantero donde plantaron la primer plantita fue creciendo hasta convertirse en una verdadera huerta.
Claro que no todo fue alegría. Una vez fue el granizo, otra vez los perros que se metieron en la huerta y destrozaron las plantitas. Más de una vez rompieron en llanto al ver el fruto de tanto trabajo revolcado por el piso.
Pero no claudicaron. Es más, de cada sin sabor sacaron fuerzas para seguir adelante. Aprendieron que solo si estaban juntos podían superar las adversidades. Además, no solo la huerta crecía, también ellos lo hacían. Y así se fueron convirtiendo en verdaderos expertos en el cultivo. Aprendieron a hacer compost para fertilizar orgánicamente la tierra, a combatir las plagas de forma natural, sin químicos. Y de a poco se fueron convirtiendo en la envidia de todos los vecinos. Aunque ellos, al estar tan orgullosos de su trabajo, compartían sus frutos con todo aquel que lo quisiera y valorara.
Y así como crecía la huerta, también fue creciendo la familia. Primero fue Pedro y tiempo después, Julieta.
Desde muy pequeños, los niños aprendieron, primero a cuidar y respetar las plantas y a sus rojos frutos que tanta atracción les generaban, y luego, a medida que iban creciendo, fueron aprendiendo también a cultivar la huerta que tantas alegrías les daba.
Pero además, sus tomates fueron siendo cada vez más famosos. A medida que iban haciendo amigos, todos querían ser invitados a la casa a saborear las deliciosas ensaladas y era unánime la idea que ninguna pizza del pueblo se comparaba con la que María hacía con la salsa de sus famosos tomates.
Pero nunca, en la vida, todo es color de rosa. Un día, negros nubarrones comenzaron a aparecer en la de Juan y María.
Desde hacía ya un tiempo ella venía observando que su esposo estaba raro, distinto, sin su habitual alegría. Ya no disfrutaba tanto trabajar en la huerta, e incluso se le veía de mal humor, como si todo le molestara.
Más de una vez María intentó hablar con él, saber que le pasaba, que era lo que le tenía tan mal, pero sistemáticamente Juan se negaba a hablar insistiendo que nada pasaba.
Hasta que una negra noche se desató la más cruel de las tormentas. Juan había estado más callado que nunca durante la cena. Pedro y Julieta se quedaban a dormir en casa de amigos, así que María decidió “tomar el toro por los cuernos” y no dejar escapar a su esposo hasta que él le dijera lo que pasaba.
Al principio se resistió a hablar, pero la firme actitud de María le mostró que no tenía escapatoria y rompió a llorar. Se abrazó a ella y lloró durante un buen rato hasta que se decidió a hablar. Y así fue como le contó que si bien era muy feliz con ella y con todo lo que habían construido juntos, desde hacía un tiempo había empezado a sentir cierta necesidad de probar algo nuevo. Juró que no era que ya no le gustaran los tomates ni las mil formas que María tenía de prepararlos, que nada tenía que ver con ella, que era algo en él, como si un intruso hubiese entrado en su mente llenándolo de fantasías y dudas.
María ya no le abrazaba y una gran duda le partía el corazón hasta que Juan confirmó su doloroso presentimiento. En su confusión, había caído en la tentación de probar lo que producía la huerta de una vecina.
Ahora fue María la que rompió a llorar, pero de ira. Juan intentó acercarse pidiéndole perdón de todas las formas posibles, pero ella se alejó corriendo. No quería verlo. Nunca en su vida había sentido tanto dolor.
Pasó días encerrada en su cuarto saliendo solo para atender a sus hijos que no necesitaron mucho para darse cuenta de que algo muy malo estaba pasando. María y Juan no se hablaban, pero lo que más les llamaba la atención era que ella había desatendido por completo la huerta y a sus queridos tomates.
Juan ya no sabía que intentar para acercarse a María y cada día que pasaba se sentía más angustiado y arrepentido por haber puesto en riesgo todo lo maravilloso que habían construido juntos. Hay un viejo dicho que dice que “uno no valora realmente algo hasta que lo pierde”, eso precisamente era lo que estaba sintiendo, y vaya si le dolía.
Pero un día, algo cambió. Era una mañana espléndida y luego darles el desayuno y despedir a sus hijos, María sintió la necesidad de salir y recorrer la huerta.
Estaba espléndida, las plantas parecían mostrar su alegría de verla nuevamente. Había nuevos almácigos esperando a ser plantados y la tierra lucía abierta, dispuesta a recibirlos en su seno.
Y vio a Juan trabajando en ello. Al ver esa imagen sintió que algo en su interior más profundo se movía y le permitía ver la realidad de una manera diferente. Fue como una epifanía.
Así que se acercó a Juan y le dijo que ya era hora de tener una buena conversación.
Él sintió una gran alegría y una pequeña luz de esperanza comenzó a brillar en su corazón.
Hablaron por horas, lloraron, se enojaron y finalmente, rieron. Juan le contó que al principio no sabía qué hacer. Pensó en irse pero sintió que no podría soportar más dolor, así que a menos que ella le echara, seguiría en la casa. Le contó cómo sus hijos le convencieron de que ahora ellos tres debían hacerse cargo de la huerta y de lo felices que estaban trabajando en ella. Y le contó como la perspectiva de perderlo todo lo había ayudado a mirar en retrospectiva todo lo que habían hecho juntos y a revalorizarlo de una manera diferente, tal vez como nunca había hecho antes.
María le dijo de su dolor, más que por la traición, por la frustración de caer en la cuenta que la “pareja perfecta” que creía tener no era tal. Le dijo que a raíz de la crisis y luego de que pasara el impacto inicial, se había dado cuenta de que estaba tan dedicada a la familia y a la huerta, que también se había olvidado de ella y que ya no quería volver a hacerlo. Y le dijo también que reconocía que estar tan metida en su burbuja le había impedido detectar las señales de que algo andaba mal entre ellos.
Por último le dijo que si él también lo quería, estaba dispuesta a darle una nueva oportunidad a la relación, pero que sería sobre nuevas bases. En primer lugar, no estaba dispuesta a tolerar más “agendas ocultas” y que deberían los dos hacer un compromiso de ser absolutamente sinceros con el otro, a la vez que de escuchar al otro cada vez que lo necesitara.
Por otra parte, ella comenzaría a ocuparse más de ella misma a la vez que estaba dispuesta a que él hiciese lo mismo y le pedía que si él observaba que ella dejaba de hacerlo, le llamase la atención sobre ello.
Y por último, ya no solo plantarían tomates, sino que debían comprometerse a explorar juntos nuevas alternativas y disponerse a crecer.
Y así lo hicieron. Fue una verdadera refundación del vínculo y de la huerta. Y como ocurre siempre que se aprovecha la oportunidad que toda crisis conlleva, ambos crecieron, la pareja creció y tanto sus hijos como todos aquellos que les querían se vieron sumamente favorecidos por ello.

Tiempo después, mientras disfrutaban del almuerzo del domingo en familia, Pedro les contó que había conocido a alguien muy especial, y así fue como Sofía entró en sus vidas y a poco de comenzar a visitar la casa, también ella se enamoró de la huerta que con tanto amor, la familia seguía cultivando.


Al otro día de la boda, Pedro y Sofía, llenos de felicidad observaban los regalos que les habían hecho. Algunos eran magníficos otros más modestos, pero todos reflejaban el amor que la joven pareja estaba cosechando a pesar de su juventud. Pero entre todos, brillaba uno en particular, el más preciado por ellos, el humilde paquetito que Juan y María les regalaron con semillas de su planta de tomates.