martes, 30 de agosto de 2016

PSICOTERAPIA GESTÁLTICA, LA TERAPIA DE LA RESPONSABILIDAD

Tal vez por el aspecto de “viejo gurú” del que hizo gala Fritz Perls sobretodo en los últimos años de su vida, o por los vínculos que desde el inicio esta corriente ha tenido con los movimientos contra-culturales. Tal vez porque siempre se planteó como una opción mucho más fresca y des acartonada que el psicoanálisis, o por el uso del contacto como herramienta terapéutica que muchas veces ha sido mal interpretado, el hecho es que mucha gente, sobre todo  dentro del propio ambiente de la Psicología, ha visto a nuestra corriente como algo poco serio, poco académico e incluso superficial.
Sé que quizá a algunos les pueda rechinar que podamos sentarnos en el suelo durante la consulta, o que tomemos mate con el paciente, o que los despidamos con un abrazo, pero  creo muy poco serio juzgar a un abordaje terapéutico solo por algunos “signos” externos sin siquiera tomarse el trabajo de profundizar aunque sea un poco en la teoría y la metodología que sustenta nuestro trabajo.
Sé también que ha sido un signo característico de nuestra corriente el no ser muy afectos, quienes la practicamos, a la elaboración teórica, aunque, sobre todo en los últimos años, cada vez más colegas se animan a incursionar en este aspecto y cada vez son más los libros sobre “Psicoterapia Gestáltica” o sobre diversas temáticas pero desde una perspectiva gestáltica que aparecen en los anaqueles de las librerías, o los espacios que han ganado distintos colegas en los medios de comunicación.
Me incluyo en esa “corriente” dentro “la Gestalt” y desde hace ya un buen tiempo decidí hacer mi modesto aporte a ese empeño por lograr que esta tenga el lugar que le corresponde y se merece entre las corrientes más importantes de la Psicología moderna. Así es como he publicado varios artículos tanto en mi blog personal, encuentroconelbrujo.blogspot.com.uy como en la revista especializada en temas de Medicina “Opción Médica”, donde intento abordar distintos temas desde una perspectiva eminentemente gestáltica.
Por todo lo anterior y con el deseo de hacer mi modesto aporte a una mayor comprensión de “lo que hacemos los gestálticos”, es que decidí escribir una serie de artículos en esta plataforma y compartir con ustedes, la menos mi visión y mi sentir sobre este abordaje que decidí abrazar hace ya muchos años y con el que me siento cada vez más compenetrado.


Como primer entrega quiero referirme a un concepto que siento muchas veces ha sido mal interpretado, tal vez porque no hemos sabido comunicarlo adecuadamente, pero que considero fundamental a la hora de comprender por donde va nuestro abordaje: la “desestructuración del ego”. Sé que a mucha gente esto puede sonarle alarmante y que muchas veces ha sido mal interpretado al punto de creer que en nuestra “corriente” podemos llegar a “psicotizar” a nuestros pacientes al supuestamente poner en riesgo su estructura psíquica lo cual sería una muestra clara de nuestra irresponsabilidad profesional. Sin embargo, nada está más alejado de eso que nuestro abordaje.
Desde nuestra perspectiva, todos nacemos con una esencia, el “self” o “si mismo”, pero desde que comenzamos a interactuar con el mundo exterior, comenzamos a percibir que los demás tienen expectativas sobre nosotros y junto a ello aprendemos que, si le damos al ambiente aquello que espera de nosotros, podemos manipularlo. Así el bebé aprende que si dice “ajó”, el ambiente se lo festeja, que si come, papá y mamá están felices, que si se porta bien y es un/a buen/a niño/a, todo el mundo estará satisfecho. Y también aprende que si juega al futbol aunque no le guste, su papá está contento y le presta atención pero que si le dice que prefiere hacer otra cosa, pierde su aprobación por lo que comienza a hacerse cargo de las expectativas de los demás en un proceso que le puede acompañar el resto de su vida.
Es, en esas interacciones con el ambiente, va construyendo su ego, esa capa que va recubriendo al self y que está compuesta en gran medida por el “deber ser”, todo aquello que los demás esperan de él/ella o lo que es peor, lo que cree que el ambiente espera de él/ella.
Y así, cuanto más crece su ego, más se aleja de su “si mismo”, más se aleja de su esencia.
Por eso, la “desestructuración del ego” que proponemos es precisamente el proceso a través del cual la persona va desprendiéndose de todos esos “no yo” de todo eso que no es, para recuperar el contacto con su esencia más profunda y así poder lograr el objetivo último de la Psicoterapia Gestáltica, que cada uno se convierta en la mejor versión de sí mismo.
Fritz Perls planteaba que la psicoterapia se puede asimilar al proceso de pelar una cebolla, ir desprendiendo las distintas capas que constituyen la neurosis hasta llegar al núcleo, el sí mismo, el verdadero yo.
Él describe cinco capas que van desde lo más superficial a lo más profundo: los clichés, los roles, el impasse, la implosión y la explosión.
La capa de los clichés es la más superficial y la que tiene mayor contacto con el exterior. En general es muy resistente y opaca por lo que impide ver hacia el interior y está formada por los lugares comunes y todas esas conductas y formas de comunicarnos estereotipadas y generales, todas esas convenciones “políticamente correctas” a las que adherimos sin ni siquiera cuestionarnos.
La segunda capa es la de los roles, de los lugares que ocupamos en nuestras relaciones con los otros y con el mundo. El/a “pobrecito/a”, el/a “problemático/a”, el/a “loco/a”, el/a “salvador/a”, todos esos roles en los que somos colocados y que asumimos, y que, aunque puedan incomodarnos por momentos, mantenemos porque nos dan pertenencia y la seguridad de lo conocido.
Cuando logramos “pelar” las dos primeras capas de la cebolla, nos enfrentamos a la tercera, el impasse.
Las dos primeras capas son las que sostienen el “ego”, la idea que tenemos de nosotros mismos y la imagen que mostramos al exterior, por eso, cuando logramos desprendernos de ellas, se produce una verdadera desestructuración que nos lleva a sentirnos perdidos, sin rumbo, al perder las referencias de lo que creíamos ser.
Si bien transitar por el impasse puede resultar muy doloroso y angustiante, es fundamental para lograr avanzar en nuestro camino de encontrarnos con nosotros mismos.
La siguiente capa fue denominada por Perls implosión, porque conlleva una vuelta hacia adentro. Toda nuestra atención y energía está orientada a recomponernos del desorden y el caos que generó el impasse, de la muerte de la persona que fuimos hasta ese momento.
La última capa es la explosión, es el momento en que, una vez que hemos conectado con el dolor que conlleva la implosión, podemos expresar esa tensión con el consiguiente alivio posterior. Es a partir del re encuentro con nuestra esencia, con la profundidad de nosotros mismos, que podemos entrar en contacto verdadero con nuestras emociones y expresarlas y es a partir de aquí que podemos abandonar el sufrimiento que venimos acarreando desde épocas inmemoriales para dar lugar a lo novedoso y crecer y desarrollarnos como la persona que estamos llamados a ser.
Pongamos un ejemplo. Juan es un hombre correcto, siempre se comporta de forma cortés, nunca dice nada fuera de lugar y es prácticamente imposible tener un desacuerdo con él. Podríamos decir que se comporta según todos los clichés de que impone el “deber ser”. Por otra parte, tanto en su familia como en el trabajo o en su grupo de amigos, es siempre el “componedor”, el que trata de mediar entre las partes siempre que ocurre un conflicto, el que trata de que todo el mundo esté bien y contento. Ese es su rol existencial, es lo que aprendió a hacer desde pequeño, la configuración que dio a su “campo” y repite en todas sus relaciones.
Sin embargo hay algo que no le cierra, se siente mal, inquieto, perturbado. Todo se desencadena cuando tiene un problema importante con un compañero de trabajo que le genera mucha bronca y frustración, sentimientos que siente debe reprimir porque “debe preservar el buen ambiente laboral”. Esto le genera un monto de angustia y ansiedad muy grande porque se debate entre dos “lealtades” la que siente debe tener consigo mismo y que le impulsa a expresar lo que siente, y la que siente debe a su entorno, que siente le acepta y reconoce en tanto es el “buen empleado y compañero” que ha sido desde siempre.
Todo esto lo mantiene sumido en un estado de angustia importante que se manifiesta en los distintos ámbitos de su vida, por lo que, luego de resistirse por un tiempo, decide comenzar un proceso terapéutico.
A medida que va avanzando en la terapia va descubriendo como la situación conflictiva con su compañero le dificulta seguir sosteniendo ese rol existencial que con tanto éxito ha desarrollado por años al ponerlo en contacto con sentimientos de frustración y broca muy pocos frecuentes en él. Descubre así como desde tiempo inmemorial ha tratado siempre de ser un “niño bueno”, un “alumno ejemplar”, un correcto empleado. En suma, siempre ha tratado de agradar y obtener la aprobación de los demás haciendo todo lo que “se debe hacer” reprimiendo para ello muchas veces lo que sentía deseos de hacer.
Y descubre también que ese rol de “componedor” que siempre ha ejercido en los diferentes ámbitos de su vida es en realidad su forma de evitar todo tipo de conflicto y la enorme angustia que estos le generan.
Uno de los aspectos más importantes y diferenciales de la Terapia Gestáltica está dado por el hecho de que para nuestro abordaje es mucho más importante el “como” y el “para que” que el “por qué”. “Como” es que hago para sostener y reproducir siempre el mismo “rol existencial” y “para qué” me sirve hacerlo. En este caso, una vez que descubrió todo lo que hacía para sostener ese lugar en el mundo que había construido, el “como”, solo le restaba “darse cuenta”, hacer consciente “para que” lo hacía. Fue sumamente iluminador para él cuando descubrió el profundo dolor que desde muy pequeño sentía cada vez que sus padres discutían y como aprendió a mediar entre ellos para tratar de evitar los conflictos y a su vez, como asumir ese rol de “componedor” en los distintos ámbitos en los que se movía le fue otorgando reconocimiento. Sus padres no lo “veían” cuando discutían y él presenciaba esas discusiones pero si lo “veían” cuando lograba desviar su atención y evitar de esa forma los conflictos. Y así como en su casa, en todos lados.

Ahora bien, ¿de qué nos sirve hacer consiente lo que nos ocurre si no hacemos algo con ello? Aquí es donde la terapia debe servirnos para asumir de forma consiente y plena la responsabilidad sobre nuestra Vida. Si solo nos quedamos en una consciencia que nos facilita justificar nuestras conductas y “llorar sobre la leche derramada”, entonces el efecto de la terapia será muy pobre y limitado. El verdadero éxito de la terapia consiste precisamente en que la persona logre el auto sostén, y con el la responsabilidad plena de su existencia.
Para esta persona fue muy importante asumir consciencia de todo eso, pero no alcanzaba, ahora debía hacer algo con lo que había descubierto. Al principio entró en un impasse, no lograba reconocer que era de él y que era lo que había asumido para complacer a los demás, que cosas hacía porque las sentía y que porque era lo que “había que hacer”. La estructura de ese ego construido durante años se iba resquebrajando de forma inexorable.
Así que tuvo que “implotar”, ir hacia su interior más profundo a reencontrarse consigo mismo, con su verdadera esencia, su verdadero yo. No fue fácil. Muchas veces nuestra voz interior es tan fuerte y nos interpela tanto que debemos reprimirla muy fuertemente para poder sostener el “status quo”, nuestra “zona de confort” como se le llama hoy día, y eso genera que le tengamos verdadero pánico. Es que en ese afán por convertirnos en lo que los demás esperan de nosotros nos hemos alejado tanto de nuestra esencia que la desconocemos y nos asusta y activa todas nuestras resistencias.
Pero una vez que logramos vencer el miedo y nos contactamos con ella, sentimos un gran alivio. Al igual que el héroe que debe enfrentar mil batallas, al fin hemos vuelto a casa.
Es en este momento en que tenemos que tomar una de las decisiones más trascendentes de nuestra vida, si no la más, debemos decidir qué hacer con ella. Es ahí, en nuestra soledad más absoluta donde toda nuestra responsabilidad se pone en juego. O seguimos manteniendo ese personaje que hemos construido a lo largo de nuestra vida, nuestro ego, y seguimos buscando afuera culpables para nuestras desdichas, o asumimos plenamente la responsabilidad por nuestra existencia y entonces “explotamos” como quien realmente somos haciéndonos cargo de nuestros deseos y necesidades, de nuestro potencial y de nuestras carencias, en definitiva, de nosotros mismos.
Esa fue la decisión a la que se enfrentó la persona de la que hemos estado hablando y de la que no se arrepiente. Obviamente no es un proceso fácil. Como en cualquier revolución, las fuerzas conservadoras seguirán agazapadas por mucho tiempo esperando el momento justo para dar el zarpazo, pero esta persona se está sintiendo tan bien siendo ella misma que cada vez está más fuerte para sostenerse y soportar esos embates.
En la sesión anterior a que escribiera esto me contaba con gran satisfacción y asombro como pudo sostener una decisión sumamente trascendente sobre su trabajo yendo en contra del deseo y las expectativas de sus compañeros y sus superiores pero siendo totalmente coherente con su deseo, algo totalmente impensado meses atrás.

Fue muy hermoso observarle contándome la reunión donde comunicó su decisión. Su voz, la expresión de sus ojos, su presencia física, todo hablaba de su cambio y de su satisfacción.

viernes, 1 de julio de 2016

Una breve historia de tomates

María y Juan decidieron festejar su primer mes de convivencia con una cena en el mejor restorán del pueblo. Para poder hacerlo juntaron hasta la última monedita de sus menguadas economías, pero sentían que la ocasión lo ameritaba.
Cuando pidieron la carta, vieron, no sin cierta frustración, que todo era muy caro para ellos, pero ya estaban allí y su deseo de festejar era tan grande, que decidieron “hacer de tripas corazón” y seguir adelante. La solución que encontraron fue pedir un plato cada uno y compartir la ensalada.
La velada tuvo todo lo que ellos esperaban así que estaban felices. Sin embargo, mientras volvían caminando a su casa, disfrutando de la hermosa noche primaveral, ambos coincidieron en que lo único que no les había gustado era la ensalada, sobre todo, el pobre y poco natural sabor del tomate. Así que decidieron hacerse el propósito como pareja de sembrar y cosechar sus propios tomates.
Ellos vivían en una casita muy modesta pero con un pequeño jardín al que mucha atención no le prestaban, así que decidieron limpiar un pedazo y comenzar a preparar la tierra para su siembra.
Al principio, Juan quería plantar las semillas que había conseguido y punto, pero María le convenció de la necesidad de dejar el terreno limpio, “¿de qué forma sino vamos a saber si lo que crece es nuestra plantita o un simple yuyo?” “Además, es fundamental que tenga lugar para crecer, sin que la maleza la asfixie”.
Y así, juntos, fueron cuidando y cultivando su plantita. Por momentos más ansiosos de que “ya” diera frutos, por momentos, solo disfrutando de verla crecer, de regarla, de acomodar sus guías en las cañas con las que construyeron su tomatera.
Y llegó el primer tomate. ¡Cuánta alegría el día  que vieron el pequeño botoncito verde! Tan emocionados estaban que, cuando estuvo maduro, les costó muchísimo arrancarlo de la planta. ¡Sentían que le estaban arrancando un hijo a su madre! Pero luego comprendieron que la planta les retribuía todos sus cuidados y atención de la única forma que podía, dándoles su fruto para que lo disfrutaran y que si no lo hacían, no solo sería un desperdicio, sería además como rechazar esa ofrenda.
Así que lo cosecharon y prepararon una ensalada con el. ¡Que distinta a aquella que disparara toda esta historia! El sabor les pareció delicioso y la textura de su pulpa, ¡que diferente a la de los que venden en el supermercado, que parecen de plástico!
Realmente quedaron rebosantes de placer ante tan maravilloso manjar.
Por supuesto vinieron muchos más tomates y poco a poco, el pequeño cantero donde plantaron la primer plantita fue creciendo hasta convertirse en una verdadera huerta.
Claro que no todo fue alegría. Una vez fue el granizo, otra vez los perros que se metieron en la huerta y destrozaron las plantitas. Más de una vez rompieron en llanto al ver el fruto de tanto trabajo revolcado por el piso.
Pero no claudicaron. Es más, de cada sin sabor sacaron fuerzas para seguir adelante. Aprendieron que solo si estaban juntos podían superar las adversidades. Además, no solo la huerta crecía, también ellos lo hacían. Y así se fueron convirtiendo en verdaderos expertos en el cultivo. Aprendieron a hacer compost para fertilizar orgánicamente la tierra, a combatir las plagas de forma natural, sin químicos. Y de a poco se fueron convirtiendo en la envidia de todos los vecinos. Aunque ellos, al estar tan orgullosos de su trabajo, compartían sus frutos con todo aquel que lo quisiera y valorara.
Y así como crecía la huerta, también fue creciendo la familia. Primero fue Pedro y tiempo después, Julieta.
Desde muy pequeños, los niños aprendieron, primero a cuidar y respetar las plantas y a sus rojos frutos que tanta atracción les generaban, y luego, a medida que iban creciendo, fueron aprendiendo también a cultivar la huerta que tantas alegrías les daba.
Pero además, sus tomates fueron siendo cada vez más famosos. A medida que iban haciendo amigos, todos querían ser invitados a la casa a saborear las deliciosas ensaladas y era unánime la idea que ninguna pizza del pueblo se comparaba con la que María hacía con la salsa de sus famosos tomates.
Pero nunca, en la vida, todo es color de rosa. Un día, negros nubarrones comenzaron a aparecer en la de Juan y María.
Desde hacía ya un tiempo ella venía observando que su esposo estaba raro, distinto, sin su habitual alegría. Ya no disfrutaba tanto trabajar en la huerta, e incluso se le veía de mal humor, como si todo le molestara.
Más de una vez María intentó hablar con él, saber que le pasaba, que era lo que le tenía tan mal, pero sistemáticamente Juan se negaba a hablar insistiendo que nada pasaba.
Hasta que una negra noche se desató la más cruel de las tormentas. Juan había estado más callado que nunca durante la cena. Pedro y Julieta se quedaban a dormir en casa de amigos, así que María decidió “tomar el toro por los cuernos” y no dejar escapar a su esposo hasta que él le dijera lo que pasaba.
Al principio se resistió a hablar, pero la firme actitud de María le mostró que no tenía escapatoria y rompió a llorar. Se abrazó a ella y lloró durante un buen rato hasta que se decidió a hablar. Y así fue como le contó que si bien era muy feliz con ella y con todo lo que habían construido juntos, desde hacía un tiempo había empezado a sentir cierta necesidad de probar algo nuevo. Juró que no era que ya no le gustaran los tomates ni las mil formas que María tenía de prepararlos, que nada tenía que ver con ella, que era algo en él, como si un intruso hubiese entrado en su mente llenándolo de fantasías y dudas.
María ya no le abrazaba y una gran duda le partía el corazón hasta que Juan confirmó su doloroso presentimiento. En su confusión, había caído en la tentación de probar lo que producía la huerta de una vecina.
Ahora fue María la que rompió a llorar, pero de ira. Juan intentó acercarse pidiéndole perdón de todas las formas posibles, pero ella se alejó corriendo. No quería verlo. Nunca en su vida había sentido tanto dolor.
Pasó días encerrada en su cuarto saliendo solo para atender a sus hijos que no necesitaron mucho para darse cuenta de que algo muy malo estaba pasando. María y Juan no se hablaban, pero lo que más les llamaba la atención era que ella había desatendido por completo la huerta y a sus queridos tomates.
Juan ya no sabía que intentar para acercarse a María y cada día que pasaba se sentía más angustiado y arrepentido por haber puesto en riesgo todo lo maravilloso que habían construido juntos. Hay un viejo dicho que dice que “uno no valora realmente algo hasta que lo pierde”, eso precisamente era lo que estaba sintiendo, y vaya si le dolía.
Pero un día, algo cambió. Era una mañana espléndida y luego darles el desayuno y despedir a sus hijos, María sintió la necesidad de salir y recorrer la huerta.
Estaba espléndida, las plantas parecían mostrar su alegría de verla nuevamente. Había nuevos almácigos esperando a ser plantados y la tierra lucía abierta, dispuesta a recibirlos en su seno.
Y vio a Juan trabajando en ello. Al ver esa imagen sintió que algo en su interior más profundo se movía y le permitía ver la realidad de una manera diferente. Fue como una epifanía.
Así que se acercó a Juan y le dijo que ya era hora de tener una buena conversación.
Él sintió una gran alegría y una pequeña luz de esperanza comenzó a brillar en su corazón.
Hablaron por horas, lloraron, se enojaron y finalmente, rieron. Juan le contó que al principio no sabía qué hacer. Pensó en irse pero sintió que no podría soportar más dolor, así que a menos que ella le echara, seguiría en la casa. Le contó cómo sus hijos le convencieron de que ahora ellos tres debían hacerse cargo de la huerta y de lo felices que estaban trabajando en ella. Y le contó como la perspectiva de perderlo todo lo había ayudado a mirar en retrospectiva todo lo que habían hecho juntos y a revalorizarlo de una manera diferente, tal vez como nunca había hecho antes.
María le dijo de su dolor, más que por la traición, por la frustración de caer en la cuenta que la “pareja perfecta” que creía tener no era tal. Le dijo que a raíz de la crisis y luego de que pasara el impacto inicial, se había dado cuenta de que estaba tan dedicada a la familia y a la huerta, que también se había olvidado de ella y que ya no quería volver a hacerlo. Y le dijo también que reconocía que estar tan metida en su burbuja le había impedido detectar las señales de que algo andaba mal entre ellos.
Por último le dijo que si él también lo quería, estaba dispuesta a darle una nueva oportunidad a la relación, pero que sería sobre nuevas bases. En primer lugar, no estaba dispuesta a tolerar más “agendas ocultas” y que deberían los dos hacer un compromiso de ser absolutamente sinceros con el otro, a la vez que de escuchar al otro cada vez que lo necesitara.
Por otra parte, ella comenzaría a ocuparse más de ella misma a la vez que estaba dispuesta a que él hiciese lo mismo y le pedía que si él observaba que ella dejaba de hacerlo, le llamase la atención sobre ello.
Y por último, ya no solo plantarían tomates, sino que debían comprometerse a explorar juntos nuevas alternativas y disponerse a crecer.
Y así lo hicieron. Fue una verdadera refundación del vínculo y de la huerta. Y como ocurre siempre que se aprovecha la oportunidad que toda crisis conlleva, ambos crecieron, la pareja creció y tanto sus hijos como todos aquellos que les querían se vieron sumamente favorecidos por ello.

Tiempo después, mientras disfrutaban del almuerzo del domingo en familia, Pedro les contó que había conocido a alguien muy especial, y así fue como Sofía entró en sus vidas y a poco de comenzar a visitar la casa, también ella se enamoró de la huerta que con tanto amor, la familia seguía cultivando.


Al otro día de la boda, Pedro y Sofía, llenos de felicidad observaban los regalos que les habían hecho. Algunos eran magníficos otros más modestos, pero todos reflejaban el amor que la joven pareja estaba cosechando a pesar de su juventud. Pero entre todos, brillaba uno en particular, el más preciado por ellos, el humilde paquetito que Juan y María les regalaron con semillas de su planta de tomates.

lunes, 22 de febrero de 2016

Psiquiatrización de niños y adolescentes ¿Qué futuro estamos construyendo? – Primera parte

Si bien siempre fue un tema que me preocupó, desde que integro el Servicio de Psicología de la Institución de Asistencia Médica Colectiva (IAMC) en la que trabajo, la preocupación se me ha convertido en alarma.
No es mi intención en este artículo generar una polémica con mis colegas ni con los psiquiatras, que sin duda tratan de hacer su trabajo de la mejor manera posible, pero me pregunto día a día ¿qué tipo de futuro estamos construyendo cuando nuestros niños y adolescentes son medicados desde edades cada vez más tempranas y se van asumiendo como “enfermos” que necesitan de una droga para estar bien?

Ningún niño nace hiperactivo ni agresivo ni con ganas de lastimarse ni mucho menos sin ganas de vivir, entonces, ¿qué estamos haciendo, o lo que es al menos tan grave, que no estamos haciendo con nuestros niños y adolescentes?

He trabajado con un buen número de familias que llegan a mi consulta derivados por un Comité de recepción, dispositivo creado por el Programa de Salud Mental del Ministerio de Salud Pública para, como lo dice su propio nombre, recibir la demanda de todos aquellos que requieran o sea derivados hacia atención psicológica en el marco de una IAMC. En prácticamente la totalidad de esos casos, la demanda de atención es hacia un niño y no hacia la familia, pero, con un criterio que comparto plenamente, en todos esos casos que son derivados hacia un abordaje familiar, el Comité ha entendido que es imprescindible encarar el problema desde una perspectiva sistémica, que involucre no solo al niño portador de los síntomas por los cuales consultan, sino también a todo el núcleo familiar en que está inserto.
En muchos de esos casos me he encontrado con sistemas más o menos disfuncionales y con situaciones que explican, en la mayoría de ellos, de forma por demás clara el origen de los síntomas que presenta el niño.

El Dr. Ronald D. Laing sostiene que, para comprender a un paciente, es fundamental observarlo en el contexto de sus relaciones con otros seres humanos, que incluyen de manera bastante central, la relación del paciente con el propio técnico que lo está tratando.
El comportamiento de la persona que presenta algún tipo de síntoma “psíquico” es parte de una red mucho más amplia de comportamientos perturbados y perturbadores de comunicación. “No existe una persona esquizofrénica, existe apenas un sistema esquizofrénico”
Por eso, más allá de que soy terapeuta familiar y eso impregna mi mirada, estoy absolutamente convencido de la imperiosa necesidad de no mirar SOLO a la persona que viene o a quien traen a la consulta, sino a TODO el sistema familiar que integra. Es más, estoy absolutamente convencido que, sobre todo cuando trabajamos con niños y adolescentes, todos nuestros esfuerzos y los del paciente pueden ser en vano si no logramos que el sistema asuma que el paciente es parte de ese todo que es la familia y por lo tanto, si queremos realmente lograr un resultado efectivo y sostenible, todas las partes del sistema tienen que involucrarse y asumir que el problema que manifiesta una de las partes es en realidad del todo y que esa parte solo se está haciendo cargo de expresarlo.
Sabido es que todos, de alguna forma u otra, repetimos lo que hemos aprendido. Si un niño es criado en un ambiente violento, hostil, donde el maltrato, sea físico o psicológico, es lo que impera ¿cómo podemos pretender que no reproduzca eso en los demás ámbitos donde se mueve?
De la misma forma, si ese niño o adolescente aprende que la única forma de obtener la atención de sus padres es haciendo algo malo ¿de qué forma creen que buscará captar la atención del resto de las personas con las que interactúa?
Es más, en la mayoría de los casos, el síntoma es un intento desesperado de poner un límite a situaciones que le desbordan y a la que nadie atiende. En definitiva, muchas veces el niño o adolescente denuncia, a través de su síntoma una realidad sistémica disfuncional y que el resto no quiere ver. El síntoma se convierte de esa forma, no en una forma patológica de funcionamiento sino en un verdadero mecanismo de supervivencia y, si en vez de escuchar, acallamos con medicamentos, corremos el riesgo de hacernos cómplices de esa realidad que le da lugar.
Por lo tanto, difícilmente podamos comprender que le pasa al niño o al adolescente que llega a la consulta si no conocemos también a su entorno familiar y además observamos directamente cómo es la forma de relacionarse de ese niño y adolescente con su entorno y, como decía Laing, con nosotros.

En ese contexto, me gustaría compartir algunas reflexiones que me han ido surgiendo al respecto.
En una primera instancia, me voy a ocupar de la familia y especialmente del rol de los padres en todo esto para luego, en una segunda instancia, compartir mis reflexiones acerca de otro actor fundamental como es el “sistema educativo”.
He observado varios casos de niños diagnosticados con Trastorno de Déficit Atencional e Hiperactividad (TDAH) que, por ejemplo, son grandes lectores, soportan estoicamente sesiones de hora y media de duración con niveles de ansiedad más que comprensibles dada la situación pero que para nada hacen imposible trabajar con ellos, o que demuestran ser sumamente hábiles para resolver problemas complejos.
Trabajé hace un tiempo con una familia en la que el hijo menor, de siete años estaba diagnosticado con TDAH, sin embargo era un ávido lector. Es más, sus padres le regalaban un libro y no tardaba más de dos días en leerlo. Y lo más sorprendente era que cuando le preguntaba de qué trataba el libro, me lo contaba con lujo de detalles. Evidentemente, con los estímulos adecuados, no sólo era capaz de concentrarse en la tarea de su interés, sino también de prestar suma atención.
En otro caso, el  niño diagnosticado con el trastorno era un hábil inventor. No descubro nada si digo que para inventar algo o para, a partir de varios objetos, crear uno nuevo y que funcione, se necesita una gran capacidad de abstracción y de concentración y es imposible si la persona tiene una atención muy lábil. Recuerdo claramente un episodio del donde el solo logró resolver un problema que ningún adulto había logrado y para ello había tenido que poner el juego todo el “método científico”: detección del problema, hipótesis de cómo resolverlo, detección y recolección de los recursos disponibles para la tarea, acción orientada y constatación del éxito de alcanzado. Como diríamos en Gestalt, respondió con habilidad y logró completar la figura siguiendo muy eficazmente todos los pasos del “ciclo excitación - contacto – retirada”.
Podría contar muchos más ejemplos de este tipo, pero lo que me interesa plantear es mi duda de si no será que el problema esté en que los adultos no hemos sabido adaptarnos a la realidad y los desafíos que nos presentan los niños actuales.


Creo que nos está costando mucho a los padres y a los adultos en general, asumir que el mundo ha cambiado de forma irreversible. No estamos preparados para comprender y por lo tanto hacer frente a los desafíos que implica que nuestros niños son “nativos digitales”. Es impresionante ver niños cada vez más pequeños manejando una tablet o el smartphone de sus padres. Saben que botón tocar para acceder a Youtube y poner los dibujitos que les gustan, saben que botón tocar para enviarle un mensaje de voz vía whatsapp a sus padres. ¡Y lo logran instantáneamente! Todo lo tienen ya, al instante. Entonces, ¿Cómo podemos pretender que no se aburran en una escuela que sigue funcionando como hace 50 años? ¿Cómo podemos pretender que no sean hiperactivos si están hiper estimulados? ¿Cómo podemos pretender que no tengan conductas violentas si eso es lo que observan todo el tiempo en casa o vayan a donde vayan? Y lo que es peor aún, ¿cómo podemos pretender que respeten limites si no se los ponemos o, lo que es peor aún, los ponemos muy mal o no sabemos sostenerlos?

Tengo 54 años. Cuando era niño no existían las pc y mucho menos las tablets o los smartphones. No existía internet ni el cable y las casas que tenían la suerte de tener teléfono no eran muchas. La televisión trasmitía solo unas horas al día. De hecho, mi madre cuenta que, siendo pequeño, miraba por una ventana esperando que anocheciera porque a esa hora comenzaba mi serie favorita de esa época: “El llanero solitario” ¡Cuantas veces, a la vuelta de la escuela, me calcé el antifaz, me monté en mi caballo “Plata” y cabalgué junto a mi fiel amigo “Toro” por la llanuras del patio de mi casa!
Vivía en una vieja casona de 400 metros cuadrados ¡la de universos que imaginé jugando por todos sus recovecos! Y ni que hablar cuando tuve edad para subir a sus techos. Construía ciudades enteras. Fui cowboy, indio, agente secreto, etcétera, etcétera. Mi imaginación volaba y todo lo que leía o veía en el cine o en la tele era insumo para los juegos del día siguiente.
Hoy día, los niños viven en apartamentos de 50 metros cuadrados, salvo para ir a la escuela, no pueden salir a la calle y mucho menos jugar en ella, por los peligros que todos conocemos. Muy pocos niños han subido a un árbol o jugado al futbol o a la escondida en la vereda. Los tenemos de casa a la escuela, de esta al inglés, de allí al club y de nuevo a casa. Y cuando están en ella,  están “conectados” prácticamente todo el tiempo. Ya no comen en la mesa, les permitimos hacerlo en sus dormitorios, mientras chatean, juegan o miran videos en Youtube, con lo cual hemos renunciado a uno de los momentos más importantes para la comunicación familiar como es el comer juntos. Y para colmo, internet les da todo hecho, ya no hay lugar para la elaboración personal y menos para la imaginación.
Hace un par de años estuvimos de viaje con mi esposa y en el hotel donde nos quedamos observábamos asombrados a una joven pareja de aspecto europeo que, ya en el desayuno, sentaban a sus dos hijos que no pasaban los 5 y 3 años, frente a sendos ipads sin siquiera interactuar un momento con ellos. ¿Cómo pueden pretender después que esos niños desarrollen la capacidad de comunicarse o de compartir si desde tan pequeños ya los sumergen en una pantalla, aislados de lo que ocurre a su alrededor?
Hoy día, ya desde muy pequeños, los niños aprenden a tener todo de manera inmediata y a cualquier hora. Resulta espeluznante ver la cantidad de niños y adolescentes que no duermen por las noches porque la pasan navegando por internet. ¡Y los adultos lo permitimos! Y para peor, después nos quejamos porque no nos dan “bola”.
Queridos colegas de paternidad, ustedes son los que pagan la tele, el cable, internet, los celulares, las tablets, por lo tanto, ustedes son los responsables del uso que se le da a todo eso. No podemos delegar en nuestros hijos una responsabilidad que es NUESTRA, y que además ellos no pueden y no deben asumir.
“Es que no me hace caso” escuchamos a cada momento a los padres quejarse de niños cada vez más pequeños. Y lo que es peor aún, con esa excusa los vemos renunciar a su autoridad y a su capacidad de poner límites librando a sus hijos a una anarquía que solo los puede llevar a la confusión y el caos.
Me genera mucha bronca cuando siento a un padre llegar a la consulta y proclamar delante de su hijo/a “problemática/o”: “ya no puedo con él” ¿Qué respeto puede sentir ese niño por ese padre/madre que reconoce públicamente su impotencia?
Y entonces, cuando efectivamente ya no pueden con ellos y reproducen ese des-orden en todos los ámbitos en que se mueven, los llevan al psiquiatra para que les dé “algo que lo tranquilice” o a los psicólogos para que los “enderecemos” y les pongamos los límites a los que ellos renunciaron dejando de esa forma que ellos, sus hijos, se asuman como “problemáticos” y que deba ser medicados para poder estar bien.
No debemos olvidar nunca que los límites no solo limitan, también contienen. Los límites geográficos no solo nos marcan hasta donde va un país y donde termina el otro, también nos dan contención a quienes vivimos dentro de estas fronteras, y nos dan identidad. Si no existieran, no sabríamos donde estamos parados y nos perderíamos.
Eso es lo que le pasa al niño y al adolescente que no tiene límites, se pierde, se queda sin referencias, y cuando necesita contención, no sabe adónde pedirla, porque ¿cómo confiar que se la van a dar aquellos que se reconocieron incapaces de poder con él?

Y todo eso con la complicidad de un sistema educativo que colabora con ese modelo y con la estigmatización de cada vez más niños y adolescentes. Pero de esto último me ocuparé más adelante.
Mi colega Alejandro De Barbieri dedicó un libro entero a tratar estos temas y tuvo un éxito arrollador de ventas.
Más allá de las diferencias que podamos tener en algunos enfoques, concuerdo con él en la imperiosa necesidad de revertir lo que está ocurriendo si realmente queremos comenzar a construir una sociedad más sana.

Ahora bien, ¿por qué los padres hemos renunciado de forma tan flagrante a cumplir nuestro rol de ser los primeros educadores de nuestros hijos?
Mucho se ha teorizado y sin duda se va a seguir teorizando sobre este tema, pero me gustaría tirar sobre la mesa algunas hipótesis que me he planteado al respecto, que sin duda no serán originales pero tal vez puedan aportar a la reflexión.
En primer lugar, muchos de quienes somos padres hoy somos “hijos de la dictadura”, vivimos nuestra niñez o nuestra adolescencia en ese período oscuro de nuestra historia, donde el autoritarismo y el despotismo eran ejercidos con total impunidad por parte, no solo de las “autoridades”, sino también por todo aquel “pinche tirano” que, por estar apadrinado por el régimen, se sentía con poder y abusaba de el. Esto creo generó en nuestra sociedad, al igual que en la mayoría de los países donde se dieron circunstancias de este tipo, un verdadero “efecto pendular”. Todos hemos visto lo que ocurre cuando llevamos un péndulo hacia un extremo y lo soltamos, instantáneamente se dirige hacia el otro extremo. Es decir, el péndulo estaba en el extremo del autoritarismo y la represión y se fue instantáneamente al extremo de la falta de autoridad y la permisividad y no nos dimos cuenta que todos los extremos son malos y que si bien a nosotros nos costaba mucho ser felices en las condiciones que nos tocó vivir, a nuestro hijos les cuesta mucho en este clima de caos y desorden emocional al que los expone la falta de límites y de figuras parentales fuertes.

Por otra parte, los padres hemos desarrollado un miedo totalmente irracional a frustrar a nuestros hijos y por lo tanto, hacemos impresionantes esfuerzos para darles todo lo que piden, y no nos damos cuenta el enorme daño que les generamos con ello.
El deseo es uno de los grandes motores que tenemos los seres humanos, pero si les damos todo, no les damos la oportunidad de desear y de trabajar para lograr satisfacer ese deseo.
Pero además, todos sabemos lo costoso que es valorar algo que recibimos sin ningún esfuerzo. Y esto corre para cualquier cosa que se nos ocurra, desde lo más simple a lo más complejo. Por lo tanto, después no nos quejemos si vemos que nuestros hijos no valoran nada de lo que les damos o si, como suele ocurrir en muchos casos, asumen la “ley del mínimo esfuerzo”
Nos guste o no, la frustración es inherente a la vida. La mayor y más dolorosa frustración a los que nos enfrentamos los seres humanos es nuestra mortalidad. Por más que intentemos negarla, por más que intentemos hacer enormes esfuerzos para tratar de vencerla, la muerte es la única certeza absoluta que tenemos todos los seres vivos que habitamos sobre este maravilloso planeta.
Pero sin ir a algo tan extremo, permanentemente nos enfrentamos a frustraciones más o menos importantes, por lo tanto, frustrar a nuestros hijos o dejarlos que experimenten la frustración, también es un acto de amor y una forma de educarlos y prepararlos para una vida que sin duda no les va a tener las mismas consideraciones y cuidados que nosotros.
Uno de los grandes problemas que tienen los jóvenes y adolescentes de hoy en día es precisamente la muy baja tolerancia a la frustración. Y si a eso le agregamos que cuando sufren por ello, no encuentran figuras fuertes que puedan darles la contención que necesitan, entonces tenemos un indicio de porqué nos encontramos con tantos que no logran encontrarle sentido a la vida y terminan teniendo conductas autodestructivas.
¿Y a qué se debe esa dificultad tan grande a frustrar a nuestros hijos? Muchas pueden ser las respuestas y confieso no tenerlas, pero a modo de hipótesis, creo que las enormes exigencias que nos plantea la vida moderna y esta locura consumista en la que estamos inmersos, nos lleva a que dediquemos demasiadas horas del día a trabajar y a obtener el dinero necesario para sostener el estilo de vida que la sociedad nos impone, y eso hace que cada vez tengamos menos tiempo para estar con nuestros hijos y dedicarles atención. Y, como sabemos que eso no está bueno pero nos sentimos incapaces de parar esa “máquina infernal”,  entonces nos sentimos tremendamente culpables y buscamos reparar nuestro abandono no dejando que les falte nada, sin darnos cuenta que NADA puede sustituir lo que realmente necesitan que es nuestra activa presencia, atención y amor.
Cuantas veces nos encontramos con padres que expresan “no entiendo que le pasa ¡si tiene todo!” y cuando les preguntamos cuanto tiempo les dedican a jugar o que actividades o gustos tienen en común no saben que responder. Recuerdo un caso de un adolescente al que trajeron a consulta porque “ya no sabían qué hacer con él”. Cuando, luego de varios intentos, logré que su padre viniera a la consulta, le pregunté qué actividades hacían juntos. Me cuesta expresar la cara de confusión y asombro que el padre puso frente a la pregunta. Al principio me dijo que no entendía. Cuando le repregunté si nunca iban a ningún lado juntos o si no tenían algo en común que les gustara hacer juntos, me contestó, bastante molesto con un rotundo NO.
Ese hombre no tenía la más remota idea de lo que le pasaba a su hijo, de los impresionantes esfuerzos que hacía  para captar su atención y mucho menos del dolor que le causaba ver como todos esos esfuerzos eran infructuosos.

Por último, quiero referirme a un aspecto de la educación de nuestros hijos que creo debemos considerar.
Muchos padres manifiestan criar a sus hijos en libertad, con la muy loable intención de que sean “espíritus libres” que sepan lo que quieren y que luchen por ello. Ahora bien, si bien comparto plenamente este punto, ser libre no implica poder hacer cualquier cosa ni puede ser una licencia para convertirse en verdaderos tiranos que terminan sometiendo a sus padres a sus deseos. Hace un tiempo leí en el portal de un instituto español dedicado a la formación en Psicología, un artículo que hablaba de lo que ellos llaman el “síndrome del niño emperador” que describe claramente esto que estoy planteando.
Pero además, la libertad debe ir siempre de la mano de la responsabilidad, es decir, mal puedo ejercer mi libertad si no puedo hacerme responsable de lo que ello implica. Hace un tiempo una madre me contaba que se pensaba ir unos días para un balneario y su hijo de 15 años se negaba a acompañarlo. Ella está separada del padre de su hijo y este no podía hacerse cargo del chico, por lo que debía quedar solo en la casa. Ella planteaba que siempre había respetado la libertad de su hijo y no quería obligarlo a ir si no deseaba hacerlo. El tema es ¿puede un chico de 15 años quedarse solo varios días en su casa? ¿está en condiciones de hacerse responsable de lo que eso implica? Entonces, ¿está cumpliendo cabalmente con su rol un padre/madre que, en nombre de la libertad, expone a su hijo a riesgos que este no puede sostener?
Los padres debemos ser padres y gran daño podemos hacerle a nuestros hijos si, en nombre de una libertad mal entendida, abdicamos de nuestra autoridad y de nuestro rol.


Todo esto que he expuesto creo muy importante tener en cuenta a la hora de evaluar y diagnosticar a un niño o adolescente que llega con el “rótulo” de problemático.