La
violencia doméstica, la violencia de género o mejor, la violencia en general,
tiene su origen en el propio Génesis. El primer episodio de violencia doméstica
registrado es precisamente el fratricidio de Abel por parte de su hermano Caín motivado
por los celos enfermizos del segundo por lo que consideraba era un trato
privilegiado de sus padres hacia su hermano.
Usualmente
se tiende a identificar a la violencia doméstica con la violencia de género y si
bien muchas veces se dan juntas, la segunda refiere a la violencia hacia el
otro género, principalmente al femenino, en cambio la violencia doméstica tiene
más que ver con lo vincular, independientemente del género de la víctima o del
victimario. Es más, la violencia de género incluye otras formas de violencia
que no se dan dentro del núcleo familiar como por ejemplo, el acoso laboral o
la cosificación de las mujeres en tanto objetos sexuales.
Quienes
me conocen saben de mi profunda vinculación con lo femenino, cuatro hermanas,
cuatro hijas, siete sobrinas, madre, abuelas, tías, suegra, cuñada, muchas y
excelentes amigas con las que he logrado vínculos muy profundos desde siempre,
compañeras de trabajo y de estudio, en un mundo, como es la Psicología, ampliamente
dominado por las mujeres, y sobre todo, una esposa a quien amo profundamente
desde el primer día y con quien compartimos nuestras vidas hace ya más de
veintisiete años. En fin, siempre me he sentido muy consustanciado con este
mundo y siento que eso me ha ayudado de manera decisiva a desarrollar mi ánima y tal vez por eso me duele tanto,
a la vez que me produce una profunda vergüenza la violencia de género, en todas
sus formas, desde las más sutiles a las más flagrantes.
Pero
volvamos al Génesis. Según este relato del mito de la Creación, luego de crear
Dios todas las cosas, decidió crear al hombre (varón, no genérico) a su “imagen
y semejanza” y regalarle todo, y luego, al ver que “no es bueno que el hombre
esté solo”, lo sumió en un profundo sueño y de una de sus costillas (no de
Dios, del hombre) creó a la mujer.
Me
cuesta mucho aceptar esta versión, que creo encierra las semillas de la
discriminación y la dominación. Me gustaría mucho más una donde dijera que
“Dios, al observar toda su Creación, decidió crear a alguien que cuidara,
protegiera, se hiciera responsable de todo eso y por eso, tomó barro de la
tierra (para reafirmar que de allí venimos y somos uno con ella) moldeó dos
figuras y les dio su aliento divino. Hombre y Mujer los creó para que JUNTOS,
se hiciesen cargo de todo lo creado”.
Pero
no termina aquí la cosa, El mismo texto hace a la mujer responsable de la
“caída del Paraíso”. Este relato, que deja al hombre muy mal parado, como un
ser totalmente influenciable, sin criterio propio, tal vez para reafirmar aún
más la responsabilidad de la mujer en el “pecado original”, consagra de alguna
forma, la idea de que “no se las puede dejar solas y por eso el hombre debe
estar por encima”, que nos ha venido acompañando desde los albores de los tiempos
hasta nuestros días.
Esta
visión de la realidad, escrita seguramente por hombres, como la casi absoluta
mayoría de la Historia de la Humanidad, no hace más que consagrar la idea de
que éste no es uno más en la Creación, sino que está por encima de ella, al
igual que de las mujeres, y por ende puede hacer uso y abuso, como ha ocurrido
a lo largo de los milenios desde que el homo sapies se irguió y tomo distancia
del resto de las especies del reino animal.
El
Tantra, filosofía oriental milenaria, propugna el crecimiento espiritual y su
desarrollo a través de la unión de los opuestos. El principio masculino unido
al principio femenino en un abrazo fecundo que implica la totalidad. Dice
también, que el principio masculino, Shiva, alejado del femenino, Shakti, cae
fácilmente en el caos y la destrucción.
El
Dr. Carl G. Jung planteaba que el culmen del proceso de individuación se
alcanza cuando se logra la integración de los opuestos, el ánima, lo femenino en el hombre y el animus, lo masculino en la mujer, y de esa forma se produce el
desarrollo pleno de la psiquis humana.
Es
que el uno sin el otro estamos rengos, disociados y caemos fácilmente en la
desolación que nos lleva fácilmente a la necesidad de control.
El
hombre, referido aquí al género masculino, ha logrado a lo largo de la historia
prácticamente todo lo que se ha propuesto. Ha dominado todo lo que se le ha
antojado, ha puesto incluso su pie en la luna y piensa en Marte como su próximo
objetivo. Ha logrado un desarrollo tecnológico que cuesta creer y que no hace
muchos años parecía ciencia ficción pura. Cuesta asimilar la idea de que puedo
escribir esto en mi teléfono celular y que al instante pase a la “nube” y por
lo tanto se pueda acceder a ello en cualquier recóndito lugar del planeta.
Sin
embargo, hay dos cosas que el hombre no ha logrado y que se han convertido en
sus más grandes “heridas narcisistas”: vencer a la muerte y que en su interior
se geste el “maravilloso milagro de la vida”.
En
mi libro “Encuentro con el Brujo” esbocé mi teoría que di en “envidia del
útero” en referencia a la teoría freudiana de la “envidia del pene” y comencé a
desarrollarla, algo que excede mi intención en este momento, por lo que, a
quien le interese, le invito a leer el capítulo referido a ello: “La Mujer Nahual”,
disponible también en este blog.
Sin
embargo, me gustaría adentrarme un poco en el tema.
La
“herida narcisista” que implica no poder “ser madre”, siento ha generado en los
hombres un alejamiento notable y un fuerte rechazo de su ánima, de todo “lo femenino” que pueda encontrar en él. El padre
dice al niño, por pequeño que este sea, “no llores, no seas maricón, los
hombres no lloran” y de esa forma le enseña a reprimir sus afectos, porque ser
sensible es “cosa de mujeres”. Si a un varón le gusta más leer poesía que jugar
al fútbol, automática mente surge el “este debe ser medio rarito”, con la
consiguiente segregación. En fin, podría poner infinidad de ejemplos que
ilustren el fuerte rechazo y la negación que la mayoría de los hombres sienten
sobre “lo femenino” que hay en ellos.
Y
por otro lado, de la misma forma que intenta controlar y mantener bajo siete
llaves a su ánima, siente la
imperiosa necesidad de controlar y dominar a la mujer.
Los
seres humanos siempre hemos tenido la tendencia a demonizar y aniquilar todo
aquello que no comprendemos o que escapa a nuestro control en una suerte de “formación
reactiva” que busca ponernos a salvaguarda de aquello que por ser tan
perturbador, sentimos que pone en riesgo nuestra identidad.
El
problema es que los hombres no pueden ni nunca pudieron prescindir de las
mujeres, por lo tanto, la única solución que encontraron a lo largo de la
historia fue someterlas de las más variadas formas y para eso ha utilizado los
más variados mecanismos de dominación.
Todos
tendemos a asociar la violencia de género a la forma tal vez más grave: la
violencia física, que va desde los golpes a la mutilación y que llega a límites
extremos como lamentablemente vemos casi a diario tal vez respondiendo a la
sentencia retratada en el cine y en la música de “la maté porque era mía” que,
más allá del cliché, hace referencia a la idea ancestral, tal vez desde que
Adán se entera que Eva proviene de una de sus costillas, de que la mujer es de
propiedad del hombre. Basta ver que muchos hombres se refieren a sus parejas
como “mi mujer” o que hasta no hace mucho, las mujeres firmaban como “de” y el
apellido de sus esposos, o como ocurre en otro países, que directamente la
mujer renuncia a su apellido para adquirir el de su cónyuge, como si el
contrato de matrimonio convalidara un derecho de propiedad.
Pero
además de ésta, existen formas mucho más sutiles de dominación que el hombre ha
ido refinando a través de los siglos. La violencia psicológica que busca
doblegar la integridad psíquica del otro, utilizando para ello la
desvalorización, la degradación o la humillación, contando para eso, lamentablemente
en muchos casos, con la complicidad de las propias mujeres que, por haber sido
criadas en esos parámetros, colaboran para sostener el modelo convenciendo
muchas veces a sus hijas, por ejemplo, de la necesidad de “tener un hombre al
lado”. Como decían en mi pueblo, “tenés que conseguirte un novio o te vas a
quedar a vestir santos”. Tan profundo llega la huella del sometimiento y la
dominación que todos conocemos casos en que la víctima termina identificándose
con el agresor y justificando las aberraciones más atroces.
Pero
sin legar a esos extremos, sincerémonos, ¿cuántos hombres confían realmente en una mujer? Los
estadounidenses, auto proclamados paladines de la democracia, prefirieron antes
votar a un presidente negro, con todo lo
que esto implica, antes que a una mujer. Si un hombre debe consultar a un
especialista por una enfermedad complicada y tiene como opciones a un hombre y
a una mujer, ¿cuántos eligen a la mujer? Sin un hijo se enferma, ¿quién falta a
trabajar y quién se queda en casa a cuidarlo? Si en una casa hay un coche
europeo y un auto chino, quien maneja uno y quien el otro? Aunque no lo
parezca, porque están demasiado naturalizadas en nuestra sociedad, esas también
son formas de violencia de género.
Ahora
bien, ¿qué hacemos con todo esto? Como hombre comprometido en la búsqueda de
caminos que colaboren a cambiar esta realidad, lo primero que me surge es pedir
perdón en nombre de mi género de milenios de violencia, discriminación,
persecución e injusticia en el entendido que la reconciliación solo es posible
si antes hay un reconocimiento del daño. En segundo lugar, mi reconocimiento
público de mi convencimiento de que el verdadero “sexo fuerte” es el femenino.
Los hombres podremos hacer proezas físicas increíbles, pero ningún hombre es
capaz de soportar lo que logra una mujer, desde un parto, pasando por todo lo
que implica, por ejemplo un embarazo complicado, al dolor inenarrable de la
pérdida de un hijo. He conocido muchas mujeres que toleran estoicamente
vejámenes de los más bajos para ver a sus parejas o a sus hijos semana tras
semana privados de libertad y he visto también mujeres pasar hambre literal y
simbólicamente hablando, con tal de darle a sus hijos lo que necesiten y más.
¿Cuántos hombres son realmente capaces de esto?
Por
todo esto y por la profunda admiración que siento por el género femenino es que
desde hace muchos años estoy comprometido con la idea de un cambio de
consciencia que nos permita evolucionar de nuestro yo individual y narcisista a
una consciencia del nosotros, de que no somos los “amos de la creación” sino
uno con ella y por lo tanto podamos ver
al otro sexo como nuestro par y así poder reconocerlo, honrarlo, valorarlo y
respetarlo como se merece. Convencidos además de que solo a través de la
integración amorosa de los opuestos podremos lograr los cambios necesarios que
nos alejen de la autodestrucción como Humanidad.