LA MUJER NAHUAL
(De "Encuentro con el Brujo")
“– Por ti solo no tienes
suficiente energía para llevar a cabo la última tarea de la tercera compuerta
del ensueño –prosiguió–, pero si te aúnas a Carol Tiggs, ustedes dos pueden
ciertamente hacer lo que tengo en mente.
... Don Juan se rió entre dientes y dijo: – Tú y Carol Tiggs nunca han
ensoñado juntos. Vas a descubrir lo que es un deleite. Las brujas no necesitan
de ningún sostén. Ellas simplemente van a ese mundo cuando quieren; para ellas
hay siempre un explorador listo... – ¿Por qué crees que traje a Carol Tiggs
conmigo cuando tuve que sacarte del mundo de los seres inorgánicos? –preguntó–.
¿Crees que lo hice porque es hermosa?.
–¿Por qué lo hizo, don Juan?.
– Porque yo no lo podía hacer solo; y para ella eso no fue nada. Tiene
una afiliación natural por ese mundo.
–¿Es ella un caso excepcional, don Juan?.
–Las mujeres en general tienen una inclinación natural por ese reino,
por supuesto que las brujas son las campeonas, pero Carol Tiggs es la mejor de
las que yo he conocido. Como mujer nahual su energía es espléndida.”
Carlos Castaneda, “El Arte de ensoñar”
Me han estremecido un montón de mujeres,
canta Silvio Rodríguez, y siento que pocas veces la letra de una canción tiene
tanto que ver con mi vida.
Soy el mayor de cinco hermanos y el único
varón, tengo cuatro hijas, por lo que convivo con cinco mujeres, pero además,
lugar a donde voy, por motivos de trabajo, de estudio o por lo que sea, siempre
me encuentro rodeado de mujeres. Como digo siempre, un poco en broma y otro
poco en serio, siento que lo mío ya es una cuestión de karma.
Pero bueno, sé que en un mundo donde las
mujeres son abrumadora mayoría, esto que me ocurre a mí no debe ser tan
extraño. El tema es que siento que esta circunstancia de mi vida me ha marcado
decididamente.
Como ya he contado, nací y crecí en el seno
de una familia profundamente religiosa, hice la escuela primaria en un colegio
de religiosas y siempre estuve bastante vinculado a la Iglesia, todo esto
sumado a los acontecimientos que viví en el verano de 1985, a los que me
referiré más extensamente más adelante, y a la irrupción en mi vida de quien ha
sido uno de mis más grandes maestros, un sacerdote jesuita que me enseñó a ver
y vivir la Fé de una forma completamente distinta a todo lo que había conocido
hasta el momento y que encajaba a la perfección con la forma en que yo intuía
que quería vivirla, me llevó a que sintiera fuertes cuestionamientos de tipo
vocacionales. Esto condujo a que, a sugerencia de este sacerdote que por ese
tiempo se había convertido en mi guía espiritual, decidiera realizar un retiro
espiritual con el objetivo de lograr un discernimiento que me permitiera clarificar
esos cuestionamientos. Fue una instancia muy productiva, no solo porque
clarifiqué que lo mío no pasaba por una vida consagrada, sino porque durante
esos días del retiro entré en contacto con todo lo que las mujeres habían
significado en mi vida y la profunda influencia que en mí ellas habían
ejercido. Lejos estaba de imaginarme en esos momentos lo que luego vendría con
respecto a este tema, pero esa fue la primera vez que tuve un encuentro
profundo con esa realidad. Allí por primera vez pude tomar contacto con cómo
las mujeres han sacado y sacan lo mejor y lo peor de mi. Allí me di cuenta por
primera vez que muchas de ellas han sido verdaderas maestras y otras han sido adversarias implacables y
todas ellas, de alguna forma me han dejado enseñanzas invalorables. Recordé por
ejemplo que la primera vez que me sentí verdaderamente ruin fue a raíz de la
crueldad con la que me comporté con una compañera de liceo que se sentía muy
atraída por mí y a la cual alejé pegándole donde más le dolía. Recordé también
que nunca me había sentido tan cerca de la locura como durante mi relación con
una novia con la que tuve una relación que rayaba con lo patológico y que, por
otro lado, fue ella quien me impulsó a realizar mi primer proceso terapéutico y
de esa forma me re-introdujo al mundo de la Psicología. No es lo único que le
debo, pero sí creo que es lo más importante.
También recordé durante esa recapitulación
que hice sobre mi historia con las mujeres, la profunda influencia que en mí
ejerció mi docente de Filosofía del
liceo. En gran medida es a ella a quien le debo el que esté escribiendo y
también mi trabajo como terapeuta. Tengo grabado a fuego el recuerdo del día en
que, durante un escrito para el cual no había estudiado mucho, y tal vez porque
me daba una vergüenza enorme entregar la hoja semi en blanco, sobre todo a
ella, decidí escribir sobre lo que sentía respecto al tema y las vivencias que
me generaba. Enorme fue mi asombro cuando recibí la corrección del mismo.
Siento que fue la primera persona que me habilitaba para hacer algo que luego,
varios años mas tarde, aprendería como fundamental en el proceso de crecimiento
de una persona y por lo que lucho a diario, entrar en contacto con los
sentimientos y expresarlos. Fue ella además quien me introdujo en la Psicología
y quien, a partir de la pasión con que daba sus clases, sembró en mí la semilla
que otra mujer se encargara de enterrar pero que, varios años después, una
nueva mujer, la más importante, se encargara de regar y hacer germinar, mi
vocación por este fascinante mundo.
Y hay más, tomé contacto también con la
profunda influencia que ha tenido en mí el haber crecido en un hogar que
compartí con cuatro hermanas y cómo eso me ha ayudado a poder generar fuertes
vínculos de amistad con distintas mujeres a lo largo de mi vida, a
comprenderlas, respetarlas, a poder empatizar con ellas.
Pero también recordé otras mujeres que me
marcaron a fuego y dejaron en mí enseñanzas que me acompañarán mientras
viva. Como ya he dicho, nací y me crié
en una pequeña ciudad del interior del país. En una sociedad que, por lo menos
en ese momento, se regía por las normas de un machismo recalcitrante. Dentro de
esa concepción, las prostitutas eran consideradas como seres “infrahumanos” a
las que no se las veía más que como meros objetos cuya única función era
satisfacer las “necesidades” de los hombres del pueblo y por lo tanto se las
confinaba en prostíbulos ubicados en las afueras de la ciudad. Durante un
período de mi adolescencia, era moneda corriente que los sábados termináramos
nuestras salidas nocturnas en esos prostíbulos. Es bueno comentar que en el
interior ese tipo de lugares están compuestos por un bar donde los transeúntes
consumen alcohol previo a utilizar los servicios de alguna de las “chicas” o, simplemente,
como era el caso mío y de los que iban conmigo, tomábamos algo y “departíamos
amablemente” con los allí presentes. Fue así como muchos domingos amanecí
inmerso en grandes charlas con “mujeres de la vida”, lo cual incluso ocasionó
que más de una vez me llevara “rezongos” de los dueños de los
“establecimientos” por distraer a “sus chicas” y no dejar que atendieran a los
“clientes” como correspondía. ¡Cuanto aprendí de esas mujeres y cuanto les
debo! En gran medida ellas fueron mi primer contacto con personas desposeídas.
Allí conocí de cerca el dolor, la humillación, la desesperanza, la marginación,
de personas sumamente sensibles, mucho más humanas que muchas de las que
conocía en mi vida “del centro”, que, en muchos casos contra toda esperanza, mantenían
intactos sus sueños, tal vez la única forma de sobrevivir ante la crueldad de
ese mundo en que vivían. Aprendí a respetarlas, a valorarlas. Aprendí con ellas
a ver más allá de lo obvio, a poder ver a la persona que había más allá del
maquillaje y del personaje que encarnaban en ese momento. Pude ver sus valores,
sus códigos de ética, pude ver a madres amantísimas, a mujeres que cuando se
entregaban lo dejaban todo, sin reservarse nada aunque les costara, como a
muchas de las que conocí, llevar heridas que las irían desangrando por el resto
de sus vidas.
Y también aprendí que si ellas estaban allí
no era porque sí. Aprendí acerca de la hipocresía de una sociedad que las usa,
que las necesita para saciar sus “más bajos instintos” y a su vez las margina,
las coloca en los suburbios y se escandaliza cuando se pasean por el “centro”,
como hace con todo aquello que le recuerda sus miserias.
En su canción “Gení y el zeppelín”, Chico
Buarque, cuenta la historia de una joven marginada a quien la ciudad toda
gritaba “tire piedras a Gení / tire
piedras a Gení / ella está para aguantar / ella está para escupir / se entrega
no importa a quién / maldita Gení” hasta que un día aparece un “enorme
zeppelín” lleno de armas y cuyo capitán se propone destruir la ciudad a
menos que la joven cuya belleza le había cautivado se entregara a él por una
noche. Fue así como “la ciudad toda en romería, el alcalde de rodillas, el
obispo a hurtadillas”, suplicaron a Gení que les salvara. “Anda con ése
Gení / anda con ése Gení / la que nos puede salvar / la que nos va a redimir /
se entrega no importa a quién / bendita Gení” pasó a ser el canto que
conmovió a la joven a tal punto que, logrando vencer su asco, se entregó al
capitán. Este cumplió su promesa y se alejó de la ciudad llevándose con él el
peligro por lo que la ciudad toda volvió a cantar “tire piedras a Gení...”[1] Creo que pocas letras
retratan con tanta claridad lo que vengo hablando. Por eso sé que es a ellas a
quienes debo el haber encendido en mí la sensibilidad frente a todos aquellos
que por ser “diferentes”, sea por sus capacidades, por su color, por su
sexualidad, por su credo o por su estilo de vida, son marginados, y mi
compromiso por luchar junto a ellos para cambiar esa realidad.
Muchas veces me pregunto qué habrá sido de
ellas y muchas veces tengo miedo a descubrirlo. Pero sea donde sea que estén y
aunque sé que es poco probable que algún día lean esto, quiero hacer público mi
homenaje de agradecimiento a todas ellas por todo lo que me dieron y enseñaron.
Pero la profunda influencia de las mujeres
en mi vida no quedó por allí. Desde ese retiro en que tomé contacto con esta
realidad hasta ahora, muchas han sido las mujeres que han tenido lugares
sumamente protagónicos. Compañeras de trabajo, de estudios, amigas, maestras,
pacientes, mis hijas. Tantas que he decidido no nombrarlas aquí porque sé que
seguramente cometería la injusticia de dejar alguna afuera. De todas formas, sí
quiero referirme a una en especial. El mismo sacerdote que me guió en ese
retiro espiritual fue quien me presentó a la mujer que más influencia ha
ejercido en mi vida. Recuerdo claramente el día que me dio su número de
teléfono porque era ella quien, a su juicio, era la persona indicada para
introducirme en la Parroquia y en los grupos de jóvenes que allí funcionaban.
Dudo que Jorge imaginara el enorme regalo que me estaba haciendo. Recuerdo
también con suma claridad que fue en su despacho donde la vi por primera vez. A
lo largo de todo este libro ustedes han leído acerca de sucesos donde Ana ha
sido principal protagonista, pero me gustaría referirme aquí a dos momentos en
los cuales me acompañó a la oscuridad más profunda y fue gracias a ella y a su
guía, que logré encontrar el camino de salida.
El 23 de julio de 1989 fue sin lugar a
dudas uno de los días más felices de mi vida. Era un frío y lluvioso domingo y
durante todo el día toda la familia estuvo pendiente de los dolores de parto
que con mucha intensidad aquejaban a Ana, pero fue ya entrada la noche cuando
participé en primera fila de uno de los espectáculos más maravillosos que
persona alguna puede presenciar. Tengo grabado a fuego en mis retinas el
momento en que vi aparecer la cabecita de Silvina, la primera de mis hijas y la
única que tuve la dicha de recibir en el momento mismo de su nacimiento.
Cualquiera que haya participado de tan impresionante experiencia podrá entender
cómo me sentí en ese momento, la inagotable sucesión de sentimientos que
fluyeron desde los lugares más recónditos de mi ser.
Ese fue sin duda uno de los momentos más
felices de mi vida aunque una sombra pasó por mi corazón cuando vi que el
neonatólogo se llevó a Silvina unos instantes, luego de lo cual me dijo que esa
noche pasaría en observación en la nursery porque algo no había andado del todo
bien en el parto. Poco tiempo después sabría que durante el trabajo de parto
hubo un momento en que le faltó oxígeno y eso le causó sufrimiento fetal.
Ana y yo estuvimos toda la noche en vela
esperando que pasaran las horas de observación para tener a nuestra hija con
nosotros. Juntos esperamos, juntos comenzamos a preocuparnos cuando pasaban las
horas y no venía, y juntos estábamos cuando la pediatra vino a decirnos que las
cosas no estaban bien y habían decidido trasladar a Silvina al CTI. Fue un
mazazo tremendo, como nunca antes había sentido y si no me derrumbé fue
exclusivamente porque Ana estaba a mi lado. A partir de allí todo fue un
infierno del cual recién comencé a salir una vez que, varios días después,
Silvina llegó a casa. Las circunstancias del calvario que vivimos esos días y
que de alguna forma se extiende hasta
hoy, no vienen al caso en este momento, pero lo que si quiero compartir es que
difícilmente hubiese podido salir adelante si no hubiese tenido a Ana a mi
lado, luchando codo con codo, sosteniéndonos el uno al otro, no dejándonos caer
ni resignándonos aun en los peores momentos.
El otro episodio ocurrió un año y medio
después y ya me he referido a él. Nunca podré olvidar el momento en que Gladys,
la vecina de la casa de mis suegros en Costa Azul, vino a buscarme porque me
llamaban por teléfono. Hacía solo un rato que habíamos llegado a ese balneario
con la idea de pasar allí mi cumpleaños y la Navidad y solo unas horas me
separaban del momento en que me había despedido de mi familia que volvía a
Dolores luego del sepelio de mi tío Carlos. Nuevamente sentí que el mundo se me
venía encima cuando la persona que estaba del otro lado del teléfono me dijo
que mi padre había fallecido en el accidente, y nuevamente sé y siento que si
no perdí la razón fue porque desde el primer momento Ana estuvo allí, a mi
lado, sosteniéndome.
Desde que la conocí supe que era la mujer
con la que quería construir mi familia, con quien quería envejecer y en cuyos
brazos me gustaría estar cuando me llegara la hora, pero fue después de esos
dos episodios que pude calibrar realmente la fuerza interior, la entereza y la
enorme capacidad de amar de la mujer que Dios, el universo, o como quieran
llamarle, puso a mi lado. Y sé, con ese saber que no proviene de la razón, que
mucho de lo que soy y he hecho desde que la conozco se lo debo a ella, incluso
que esté escribiendo estas páginas. Con ella y gracias a ella he vivido los
momentos más felices de mi vida, y con ella y gracias ha ella he logrado salir del
infierno.
En contrapartida a la famosa “envidia del
pene” que el Dr. Freud desarrolla en el contexto de su teoría de la castración,
creo que existe una verdadera “envidia del útero” que los hombres hemos sentido
desde el comienzo de los tiempos. Envidia muy reprimida y negada por cierto
pero que existe. Los hombres podemos hacer prácticamente todo y nos jactamos de
ello, pero hay algo que no podemos hacer, participar del más grande de los
milagros de la Creación. No hemos logrado, y posiblemente nunca lo lograremos,
el milagro de que en nuestro interior se geste la Vida, dado que carecemos de
un útero que se convierta en el templo que por nueve meses albergue a un nuevo
ser. Sallie Nichols, hablando acerca de la carta número 2 de los arcanos mayores
del Tarot, la Papisa, se refiere a la leyenda del Papa Juan, quien resultara
ser una mujer, hecho que quedara en evidencia cuando en medio de una procesión
solemne, diera a luz una criatura, y plantea que “aunque el verdadero Papa
Juan hubiera podido dominar vastos reinos espirituales y temporales, jamás
hubiera podido realizar este milagro que se repite a diario. El hombre puede
propagar y celebrar el Espíritu Divino, pero sólo a través de la mujer se
encarna el espíritu. Es ella la que acoge la chispa divina en su vientre, la
protege y alimenta y finalmente la hace realidad. Ella es el vehículo de
transformación.”[2]
Aunque nos fastidie admitirlo, esa es una
profunda “herida narcisista” que, entre otras cosas, creo yo justifica las
profundas injusticias a las que los hombres hemos sometido a las mujeres desde
el comienzo de los tiempos. Tanto es
esto así que desde el Génesis, escrito seguramente por hombres, ponemos a la
mujer en una posición de inferioridad. “Primero creó Dios al hombre y como
luego se dio cuenta de que no era bueno que estuviese solo, entonces creo a la
mujer a partir de una costilla de éste” es decir, la mujer es una derivación
del hombre, pero además, mientras el hombre tenía la Misión Divina de gobernar
sobre todas las criaturas de la Creación, la misión de la mujer no es
co-gobernar, sino hacerle compañía. Y luego, como si esto fuera poco, según la
“historia oficial”, la mujer es la causante de la caída del Paraíso. Sin
embargo, es, en la tradición cristiana pero también en muchas otras, una mujer
la encargada de hacer realidad la posibilidad de la salvación. Sin la entrega
total y desinteresada de María y de su útero, que permite la encarnación del
Espíritu Divino, no hubiese sido posible la venida al mundo del Salvador. En
otras palabras, sin la presencia de la mujer y, por lo tanto, de lo femenino,
no hay trasformación posible. Por todo esto es que comparto plenamente con Nichols, que “en su nivel más
profundo, el movimiento de liberación femenina no es, ni debe ser, agrego
yo, una guerra entre los sexos, sino más
bien, una batalla que se libra por parte de los dos para liberar al principio
femenino del calabozo del inconsciente y para elevarlo al lugar que le
corresponde, que es el de co-gobernadora junto con el principio masculino.”[3]
Lejos está de mi intención establecer una
polémica ni psicológica ni teológica, solo pretendo facilitar la reflexión de
lo que ha sido la historia del vínculo entre los hombres y las mujeres y la
visión que hemos tenido sobre éstas, quiero tratar de desentrañar por qué,
siendo que las mujeres siempre han sido mayoría, han sido tan denostadas,
mancilladas, agredidas, ultrajadas. ¿Por qué existen tan pocas mujeres premio
Nobel, tan pocas mujeres en los gobiernos?, ¿por qué llama tanto la atención
ver a una mujer candidata a presidente? ¿Cuántos de nosotros, si tenemos la
opción, elegimos subir a un taxi conducido por una mujer? ¿Por qué es necesario
hacer una campaña mundial para detener la lapidación viva de una mujer? Parece que para considerar a una mujer “digna
de confianza” es necesario que sea realmente “fuera de serie” y se le exige
muchísimo más que a un hombre, la historia está llena de ejemplos de esto. Y
qué decir de sistemas como el tristemente celebre Talibán donde se trata mejor
a los animales, o la hipocresía de sociedades como la nuestra donde la mujer
es convertida en objeto que se usa para
vender mejor una cerveza, un balneario o su propio cuerpo.
Lamentablemente esta actitud profundamente
discriminatoria de “lo femenino” tiene como directa consecuencia, o tal vez
visto de otro modo, causa, la falta, en algunos casos absoluta, de contacto con
nuestro “lado femenino”, con lo que Jung llama el ánima. Según el Dr. Jung, en nuestro inconsciente existe una
segunda figura simbólica a la de nuestro propio sexo pero que integra nuestra
psiquis y llamó a esa figura ánima o animus según que encarne respectivamente
“lo femenino” en el caso de los hombres o “lo masculino” en el caso de las
mujeres. Y es fundamental para el desarrollo de nuestro “proceso de
individuación” el contacto profundo con esas figuras y la consecuente
integración de las mismas. Solo así
podemos por lo menos acercarnos a la completud y al desarrollo pleno de nuestra
psique.
Es a través de la interacción dinámica de
los polos femenino – masculino, que logramos alcanzar el éxtasis de la
reconciliación que ilumina nuestras vidas y nos permite percibir la totalidad
de la trascendencia. Y es “a través de la otredad de la relación sexual
donde mejor experimentamos el poder dinámico de los opuestos en nuestras
energías”[4]
al punto tal de que “el individuo puede alcanzar en esta experiencia, la
sensación de haber trascendido las fronteras de su identidad y de su ego tal
como se definen en un estado ordinario de conciencia” como ocurre en el
sexo oceánico, cuyo fin es “alcanzar la unión trascendente de los principios
masculino y femenino”.[5]
Esta unión entre lo masculino y lo femenino
no está ausente en el mundo de don Juan, según él, el nahual puede ser tanto
hombre como mujer. Las mujeres lo fueron al comienzo de su linaje pero su
pragmatismo natural los condujo “hacia pozos de practicalidades de los que
casi no pudieron salir. Entonces, los hombres asumieron la conducción y los
condujeron hacia pozos de imbecilidades de los cuales apenas estamos saliendo
ahora”, por lo que, “desde hace unos doscientos años, ha habido un nexo
conjunto de esfuerzo, compartido entre un hombre y una mujer. El hombre trae
sobriedad; la nujer nahual trae innovación”.[6]
Según el Dr. Jung, es el “ánima”, en tanto personificación de
todas las tendencias psicológicas femeninas en la psique de un hombre, la que
nos permite entrar en contacto con aspectos de la psique que se consideran
atributos esenciales del principio femenino como la habilidad de conectarnos de
manera creativa con nuestros sentimientos, nuestra intuición, “las sospechas
proféticas, captación de lo irracional, capacidad para el amor personal,
sensibilidad para la naturaleza y –por último pero no en último lugar– su relación
con el inconsciente”.[7] Es fundamental el papel
que el “ánima” cumple como guía del hombre hacia las profundidades de su
interior y es ella quien trasmite los mensajes vitales del sí mismo. Por eso es
de vital importancia para el hombre hacerse consciente de su “ánima” y que ese
contacto profundo le inspire y conduzca hacia su propia totalidad.
Ya he hablado de mi profunda admiración por
la obra de J. R. R. Tolkien y como ella ha influido en mi vida, especialmente
su obra cumbre, “El Señor de los Anillos”. Pocos son los personajes femeninos
que aparecen en esta obra pero ninguno de ellos pasa desapercibido, todos
tienen una importancia fundamental, tal vez porque todos ellos encarnan
aspectos de ese principio femenino del que tanto he hablado en estas páginas.
Pero quiero detenerme un instante en uno de ellos, Galadriel, la Dama elfa
soberana del bosque de Lothlórien. Tolkien retrata en ella de manera
excepcional al “ánima” y al papel que ella desempeña. Muchos son los hombres
valientes que temen adentrarse en las profundidades del bosque de Lothlórien
porque temen encontrarse con la “bruja” que allí reside, sin embargo, una vez
que la conocen, ese encuentro marca sus vidas de manera irreversible como es el
caso de Gimli, el enano, quien al principio la consideraba su enemiga, pero
que, luego de conocerla y al abandonar el bosque, siente que “aunque cayera
hoy mismo en las manos del Señor Oscuro, la peor herida la ha recibido en esa
separación”.[8]
Tal vez su mayor peligro está en que puede adentrarse en las profundidades del
corazón de los hombres y conocer por ello sus más oscuros secretos como en el
caso de Boromir, a quien atormenta al descubrir su deseo de apoderarse del
Anillo. Pero es también la portadora del Espejo de Galadriel, al cual puede ordenar
que muestre lo que deseen ver, pero que cuando se lo deja en libertad es que
muestra las cosas más provechosas. Cosas que han ocurrido y otras que ocurrirán
o no, según que quien mire las visiones se aparte o no del camino que lleva a
prevenirlas en el caso que sean malas, o a cumplirlas en caso de que se trate
de sueños profundamente atesorados. Y también es Galadriel quien regala a
Frodo, el Portador del Anillo, la luz que iluminará su camino y el de Sam, su
fiel compañero, en las terribles oscuridades del Mordor, alimentando con ello
la débil esperanza, y a Sam las semillas y la tierra que le permitirán
reconstruir la Comarca luego de la devastación.
Todo esto hace el “ánima”, atemoriza y
puede llegar a influir de forma destructiva a quien no es consciente de ella,
pero inspira y conduce a quien se anima a conocerla. Ella es quien nos muestra
las imágenes más profundas de nuestro inconsciente y nos guía en el camino
hacia nuestro sí mismo y por lo tanto a nuestra totalidad. Y ella es quien nos
permite entrar en contacto con nuestro potencial creativo.
Por todo esto es que me siento
profundamente agradecido a todas aquellas mujeres que de alguna forma u otra
han facilitado mi crecimiento, me han puesto en contacto con mi “ánima” y con
ello me han ayudado a ser alguien más completo. Y como mi homenaje a todas
ellas me permito tomar prestado este poema que una de las mujeres que más
quiero en este mundo, mi hija Magdalena, escribiera con solo 11 años y que creo
expresa de forma por demás clara lo que siento es el principio femenino.
Sus cabellos
dorados caen sobre sus hombros.
Sus ojos grises y
maravillosos lucen en su cara hermosa
y en su alma atrapada que desea libertad.
Pero el amor se la
impide y su corazón se la pide
llevándola al
escape y al peligro quizá.
Pero al fin su
deseo está hecho realidad.
Aunque no está
completo, le falta algo más.
Le falta salir a
la lucha y a la guerra quizá.
Eso es lo que ella
piensa, tal vez no sea realidad
Porque le falta el
amor de un hombre
que luego
conseguirá.
[1] Chico
BUARQUE, “Gení y el zeppelín” del disco
“Chico Buarque en español” año 1984.
[2]
Sallie NICHOLS, “Jung y el Tarot”, pág. 109.
[3] Idem, op. cit. pág. 115.
[4] NICHOLS, op. cit. pág. 116.
[6]
Carlos CASTANEDA, “El lado activo del Infinito” pág. 93.
[7] Carl
G. JUNG, “El hombre y sus símbolos” pág. 180.
[8] J. R.
R. TOLKIEN, “El Señor de los Anillos – La comunidad del anillo” pág. 508.