domingo, 8 de marzo de 2015

Mi homenaje a todas las mujeres, en especial a las 5 que le dan sentido a mi vida

LA MUJER NAHUAL
 (De "Encuentro con el Brujo") 

    “– Por ti solo no tienes suficiente energía para llevar a cabo la última tarea de la tercera compuerta del ensueño –prosiguió–, pero si te aúnas a Carol Tiggs, ustedes dos pueden ciertamente hacer lo que tengo en mente.
... Don Juan se rió entre dientes y dijo: – Tú y Carol Tiggs nunca han ensoñado juntos. Vas a descubrir lo que es un deleite. Las brujas no necesitan de ningún sostén. Ellas simplemente van a ese mundo cuando quieren; para ellas hay siempre un explorador listo... – ¿Por qué crees que traje a Carol Tiggs conmigo cuando tuve que sacarte del mundo de los seres inorgánicos? –preguntó–. ¿Crees que lo hice porque es hermosa?.
–¿Por qué lo hizo, don Juan?.
– Porque yo no lo podía hacer solo; y para ella eso no fue nada. Tiene una afiliación natural por ese mundo.
–¿Es ella un caso excepcional, don Juan?.
–Las mujeres en general tienen una inclinación natural por ese reino, por supuesto que las brujas son las campeonas, pero Carol Tiggs es la mejor de las que yo he conocido. Como mujer nahual su energía es espléndida.”

                                          Carlos Castaneda, “El Arte de ensoñar”

    Me han estremecido un montón de mujeres, canta Silvio Rodríguez, y siento que pocas veces la letra de una canción tiene tanto que ver con mi vida.
    Soy el mayor de cinco hermanos y el único varón, tengo cuatro hijas, por lo que convivo con cinco mujeres, pero además, lugar a donde voy, por motivos de trabajo, de estudio o por lo que sea, siempre me encuentro rodeado de mujeres. Como digo siempre, un poco en broma y otro poco en serio, siento que lo mío ya es una cuestión de karma.
    Pero bueno, sé que en un mundo donde las mujeres son abrumadora mayoría, esto que me ocurre a mí no debe ser tan extraño. El tema es que siento que esta circunstancia de mi vida me ha marcado decididamente.
    Como ya he contado, nací y crecí en el seno de una familia profundamente religiosa, hice la escuela primaria en un colegio de religiosas y siempre estuve bastante vinculado a la Iglesia, todo esto sumado a los acontecimientos que viví en el verano de 1985, a los que me referiré más extensamente más adelante, y a la irrupción en mi vida de quien ha sido uno de mis más grandes maestros, un sacerdote jesuita que me enseñó a ver y vivir la Fé de una forma completamente distinta a todo lo que había conocido hasta el momento y que encajaba a la perfección con la forma en que yo intuía que quería vivirla, me llevó a que sintiera fuertes cuestionamientos de tipo vocacionales. Esto condujo a que, a sugerencia de este sacerdote que por ese tiempo se había convertido en mi guía espiritual, decidiera realizar un retiro espiritual con el objetivo de lograr un discernimiento que me permitiera clarificar esos cuestionamientos. Fue una instancia muy productiva, no solo porque clarifiqué que lo mío no pasaba por una vida consagrada, sino porque durante esos días del retiro entré en contacto con todo lo que las mujeres habían significado en mi vida y la profunda influencia que en mí ellas habían ejercido. Lejos estaba de imaginarme en esos momentos lo que luego vendría con respecto a este tema, pero esa fue la primera vez que tuve un encuentro profundo con esa realidad. Allí por primera vez pude tomar contacto con cómo las mujeres han sacado y sacan lo mejor y lo peor de mi. Allí me di cuenta por primera vez que muchas de ellas han sido verdaderas maestras  y otras han sido adversarias implacables y todas ellas, de alguna forma me han dejado enseñanzas invalorables. Recordé por ejemplo que la primera vez que me sentí verdaderamente ruin fue a raíz de la crueldad con la que me comporté con una compañera de liceo que se sentía muy atraída por mí y a la cual alejé pegándole donde más le dolía. Recordé también que nunca me había sentido tan cerca de la locura como durante mi relación con una novia con la que tuve una relación que rayaba con lo patológico y que, por otro lado, fue ella quien me impulsó a realizar mi primer proceso terapéutico y de esa forma me re-introdujo al mundo de la Psicología. No es lo único que le debo, pero sí creo que es lo más importante.
    También recordé durante esa recapitulación que hice sobre mi historia con las mujeres, la profunda influencia que en mí ejerció  mi docente de Filosofía del liceo. En gran medida es a ella a quien le debo el que esté escribiendo y también mi trabajo como terapeuta. Tengo grabado a fuego el recuerdo del día en que, durante un escrito para el cual no había estudiado mucho, y tal vez porque me daba una vergüenza enorme entregar la hoja semi en blanco, sobre todo a ella, decidí escribir sobre lo que sentía respecto al tema y las vivencias que me generaba. Enorme fue mi asombro cuando recibí la corrección del mismo. Siento que fue la primera persona que me habilitaba para hacer algo que luego, varios años mas tarde, aprendería como fundamental en el proceso de crecimiento de una persona y por lo que lucho a diario, entrar en contacto con los sentimientos y expresarlos. Fue ella además quien me introdujo en la Psicología y quien, a partir de la pasión con que daba sus clases, sembró en mí la semilla que otra mujer se encargara de enterrar pero que, varios años después, una nueva mujer, la más importante, se encargara de regar y hacer germinar, mi vocación por este fascinante mundo.
    Y hay más, tomé contacto también con la profunda influencia que ha tenido en mí el haber crecido en un hogar que compartí con cuatro hermanas y cómo eso me ha ayudado a poder generar fuertes vínculos de amistad con distintas mujeres a lo largo de mi vida, a comprenderlas, respetarlas, a poder empatizar con ellas.
    Pero también recordé otras mujeres que me marcaron a fuego y dejaron en mí enseñanzas que me acompañarán mientras viva.  Como ya he dicho, nací y me crié en una pequeña ciudad del interior del país. En una sociedad que, por lo menos en ese momento, se regía por las normas de un machismo recalcitrante. Dentro de esa concepción, las prostitutas eran consideradas como seres “infrahumanos” a las que no se las veía más que como meros objetos cuya única función era satisfacer las “necesidades” de los hombres del pueblo y por lo tanto se las confinaba en prostíbulos ubicados en las afueras de la ciudad. Durante un período de mi adolescencia, era moneda corriente que los sábados termináramos nuestras salidas nocturnas en esos prostíbulos. Es bueno comentar que en el interior ese tipo de lugares están compuestos por un bar donde los transeúntes consumen alcohol previo a utilizar los servicios de alguna de las “chicas” o, simplemente, como era el caso mío y de los que iban conmigo, tomábamos algo y “departíamos amablemente” con los allí presentes. Fue así como muchos domingos amanecí inmerso en grandes charlas con “mujeres de la vida”, lo cual incluso ocasionó que más de una vez me llevara “rezongos” de los dueños de los “establecimientos” por distraer a “sus chicas” y no dejar que atendieran a los “clientes” como correspondía. ¡Cuanto aprendí de esas mujeres y cuanto les debo! En gran medida ellas fueron mi primer contacto con personas desposeídas. Allí conocí de cerca el dolor, la humillación, la desesperanza, la marginación, de personas sumamente sensibles, mucho más humanas que muchas de las que conocía en mi vida “del centro”, que, en muchos casos contra toda esperanza, mantenían intactos sus sueños, tal vez la única forma de sobrevivir ante la crueldad de ese mundo en que vivían. Aprendí a respetarlas, a valorarlas. Aprendí con ellas a ver más allá de lo obvio, a poder ver a la persona que había más allá del maquillaje y del personaje que encarnaban en ese momento. Pude ver sus valores, sus códigos de ética, pude ver a madres amantísimas, a mujeres que cuando se entregaban lo dejaban todo, sin reservarse nada aunque les costara, como a muchas de las que conocí, llevar heridas que las irían desangrando por el resto de sus vidas.
    Y también aprendí que si ellas estaban allí no era porque sí. Aprendí acerca de la hipocresía de una sociedad que las usa, que las necesita para saciar sus “más bajos instintos” y a su vez las margina, las coloca en los suburbios y se escandaliza cuando se pasean por el “centro”, como hace con todo aquello que le recuerda sus miserias.
    En su canción “Gení y el zeppelín”, Chico Buarque, cuenta la historia de una joven marginada a quien la ciudad toda gritaba “tire piedras a Gení /   tire piedras a Gení / ella está para aguantar / ella está para escupir / se entrega no importa a quién / maldita Gení” hasta que un día aparece un “enorme zeppelín” lleno de armas y cuyo capitán se propone destruir la ciudad a menos que la joven cuya belleza le había cautivado se entregara a él por una noche. Fue así como “la ciudad toda en romería, el alcalde de rodillas, el obispo a hurtadillas”, suplicaron a Gení que les salvara. “Anda con ése Gení / anda con ése Gení / la que nos puede salvar / la que nos va a redimir / se entrega no importa a quién / bendita Gení” pasó a ser el canto que conmovió a la joven a tal punto que, logrando vencer su asco, se entregó al capitán. Este cumplió su promesa y se alejó de la ciudad llevándose con él el peligro por lo que la ciudad toda volvió a cantar “tire piedras a Gení...”[1] Creo que pocas letras retratan con tanta claridad lo que vengo hablando. Por eso sé que es a ellas a quienes debo el haber encendido en mí la sensibilidad frente a todos aquellos que por ser “diferentes”, sea por sus capacidades, por su color, por su sexualidad, por su credo o por su estilo de vida, son marginados, y mi compromiso por luchar junto a ellos para cambiar esa realidad.
    Muchas veces me pregunto qué habrá sido de ellas y muchas veces tengo miedo a descubrirlo. Pero sea donde sea que estén y aunque sé que es poco probable que algún día lean esto, quiero hacer público mi homenaje de agradecimiento a todas ellas por todo lo que me dieron y enseñaron.
    Pero la profunda influencia de las mujeres en mi vida no quedó por allí. Desde ese retiro en que tomé contacto con esta realidad hasta ahora, muchas han sido las mujeres que han tenido lugares sumamente protagónicos. Compañeras de trabajo, de estudios, amigas, maestras, pacientes, mis hijas. Tantas que he decidido no nombrarlas aquí porque sé que seguramente cometería la injusticia de dejar alguna afuera. De todas formas, sí quiero referirme a una en especial. El mismo sacerdote que me guió en ese retiro espiritual fue quien me presentó a la mujer que más influencia ha ejercido en mi vida. Recuerdo claramente el día que me dio su número de teléfono porque era ella quien, a su juicio, era la persona indicada para introducirme en la Parroquia y en los grupos de jóvenes que allí funcionaban. Dudo que Jorge imaginara el enorme regalo que me estaba haciendo. Recuerdo también con suma claridad que fue en su despacho donde la vi por primera vez. A lo largo de todo este libro ustedes han leído acerca de sucesos donde Ana ha sido principal protagonista, pero me gustaría referirme aquí a dos momentos en los cuales me acompañó a la oscuridad más profunda y fue gracias a ella y a su guía, que logré encontrar el camino de salida.
    El 23 de julio de 1989 fue sin lugar a dudas uno de los días más felices de mi vida. Era un frío y lluvioso domingo y durante todo el día toda la familia estuvo pendiente de los dolores de parto que con mucha intensidad aquejaban a Ana, pero fue ya entrada la noche cuando participé en primera fila de uno de los espectáculos más maravillosos que persona alguna puede presenciar. Tengo grabado a fuego en mis retinas el momento en que vi aparecer la cabecita de Silvina, la primera de mis hijas y la única que tuve la dicha de recibir en el momento mismo de su nacimiento. Cualquiera que haya participado de tan impresionante experiencia podrá entender cómo me sentí en ese momento, la inagotable sucesión de sentimientos que fluyeron desde los lugares más recónditos de mi ser.
    Ese fue sin duda uno de los momentos más felices de mi vida aunque una sombra pasó por mi corazón cuando vi que el neonatólogo se llevó a Silvina unos instantes, luego de lo cual me dijo que esa noche pasaría en observación en la nursery porque algo no había andado del todo bien en el parto. Poco tiempo después sabría que durante el trabajo de parto hubo un momento en que le faltó oxígeno y eso le causó sufrimiento fetal.
    Ana y yo estuvimos toda la noche en vela esperando que pasaran las horas de observación para tener a nuestra hija con nosotros. Juntos esperamos, juntos comenzamos a preocuparnos cuando pasaban las horas y no venía, y juntos estábamos cuando la pediatra vino a decirnos que las cosas no estaban bien y habían decidido trasladar a Silvina al CTI. Fue un mazazo tremendo, como nunca antes había sentido y si no me derrumbé fue exclusivamente porque Ana estaba a mi lado. A partir de allí todo fue un infierno del cual recién comencé a salir una vez que, varios días después, Silvina llegó a casa. Las circunstancias del calvario que vivimos esos días y que de alguna forma  se extiende hasta hoy, no vienen al caso en este momento, pero lo que si quiero compartir es que difícilmente hubiese podido salir adelante si no hubiese tenido a Ana a mi lado, luchando codo con codo, sosteniéndonos el uno al otro, no dejándonos caer ni resignándonos aun en los peores momentos.
    El otro episodio ocurrió un año y medio después y ya me he referido a él. Nunca podré olvidar el momento en que Gladys, la vecina de la casa de mis suegros en Costa Azul, vino a buscarme porque me llamaban por teléfono. Hacía solo un rato que habíamos llegado a ese balneario con la idea de pasar allí mi cumpleaños y la Navidad y solo unas horas me separaban del momento en que me había despedido de mi familia que volvía a Dolores luego del sepelio de mi tío Carlos. Nuevamente sentí que el mundo se me venía encima cuando la persona que estaba del otro lado del teléfono me dijo que mi padre había fallecido en el accidente, y nuevamente sé y siento que si no perdí la razón fue porque desde el primer momento Ana estuvo allí, a mi lado, sosteniéndome.
    Desde que la conocí supe que era la mujer con la que quería construir mi familia, con quien quería envejecer y en cuyos brazos me gustaría estar cuando me llegara la hora, pero fue después de esos dos episodios que pude calibrar realmente la fuerza interior, la entereza y la enorme capacidad de amar de la mujer que Dios, el universo, o como quieran llamarle, puso a mi lado. Y sé, con ese saber que no proviene de la razón, que mucho de lo que soy y he hecho desde que la conozco se lo debo a ella, incluso que esté escribiendo estas páginas. Con ella y gracias a ella he vivido los momentos más felices de mi vida, y con ella y gracias ha ella he logrado salir del infierno. 

    En contrapartida a la famosa “envidia del pene” que el Dr. Freud desarrolla en el contexto de su teoría de la castración, creo que existe una verdadera “envidia del útero” que los hombres hemos sentido desde el comienzo de los tiempos. Envidia muy reprimida y negada por cierto pero que existe. Los hombres podemos hacer prácticamente todo y nos jactamos de ello, pero hay algo que no podemos hacer, participar del más grande de los milagros de la Creación. No hemos logrado, y posiblemente nunca lo lograremos, el milagro de que en nuestro interior se geste la Vida, dado que carecemos de un útero que se convierta en el templo que por nueve meses albergue a un nuevo ser. Sallie Nichols, hablando acerca de la carta número 2 de los arcanos mayores del Tarot, la Papisa, se refiere a la leyenda del Papa Juan, quien resultara ser una mujer, hecho que quedara en evidencia cuando en medio de una procesión solemne, diera a luz una criatura, y plantea que “aunque el verdadero Papa Juan hubiera podido dominar vastos reinos espirituales y temporales, jamás hubiera podido realizar este milagro que se repite a diario. El hombre puede propagar y celebrar el Espíritu Divino, pero sólo a través de la mujer se encarna el espíritu. Es ella la que acoge la chispa divina en su vientre, la protege y alimenta y finalmente la hace realidad. Ella es el vehículo de transformación.”[2]
    Aunque nos fastidie admitirlo, esa es una profunda “herida narcisista” que, entre otras cosas, creo yo justifica las profundas injusticias a las que los hombres hemos sometido a las mujeres desde el comienzo de los tiempos.   Tanto es esto así que desde el Génesis, escrito seguramente por hombres, ponemos a la mujer en una posición de inferioridad. “Primero creó Dios al hombre y como luego se dio cuenta de que no era bueno que estuviese solo, entonces creo a la mujer a partir de una costilla de éste” es decir, la mujer es una derivación del hombre, pero además, mientras el hombre tenía la Misión Divina de gobernar sobre todas las criaturas de la Creación, la misión de la mujer no es co-gobernar, sino hacerle compañía. Y luego, como si esto fuera poco, según la “historia oficial”, la mujer es la causante de la caída del Paraíso. Sin embargo, es, en la tradición cristiana pero también en muchas otras, una mujer la encargada de hacer realidad la posibilidad de la salvación. Sin la entrega total y desinteresada de María y de su útero, que permite la encarnación del Espíritu Divino, no hubiese sido posible la venida al mundo del Salvador. En otras palabras, sin la presencia de la mujer y, por lo tanto, de lo femenino, no hay trasformación posible. Por todo esto es que comparto plenamente  con Nichols, que “en su nivel más profundo, el movimiento de liberación femenina no es, ni debe ser, agrego yo,  una guerra entre los sexos, sino más bien, una batalla que se libra por parte de los dos para liberar al principio femenino del calabozo del inconsciente y para elevarlo al lugar que le corresponde, que es el de co-gobernadora junto con el principio masculino.”[3]       
    Lejos está de mi intención establecer una polémica ni psicológica ni teológica, solo pretendo facilitar la reflexión de lo que ha sido la historia del vínculo entre los hombres y las mujeres y la visión que hemos tenido sobre éstas, quiero tratar de desentrañar por qué, siendo que las mujeres siempre han sido mayoría, han sido tan denostadas, mancilladas, agredidas, ultrajadas. ¿Por qué existen tan pocas mujeres premio Nobel, tan pocas mujeres en los gobiernos?, ¿por qué llama tanto la atención ver a una mujer candidata a presidente? ¿Cuántos de nosotros, si tenemos la opción, elegimos subir a un taxi conducido por una mujer? ¿Por qué es necesario hacer una campaña mundial para detener la lapidación viva de una mujer?  Parece que para considerar a una mujer “digna de confianza” es necesario que sea realmente “fuera de serie” y se le exige muchísimo más que a un hombre, la historia está llena de ejemplos de esto. Y qué decir de sistemas como el tristemente celebre Talibán donde se trata mejor a los animales, o la hipocresía de sociedades como la nuestra donde la mujer es  convertida en objeto que se usa para vender mejor una cerveza, un balneario o su propio cuerpo.
    Lamentablemente esta actitud profundamente discriminatoria de “lo femenino” tiene como directa consecuencia, o tal vez visto de otro modo, causa, la falta, en algunos casos absoluta, de contacto con nuestro “lado femenino”, con lo que Jung llama el ánima. Según el Dr. Jung, en nuestro inconsciente existe una segunda figura simbólica a la de nuestro propio sexo pero que integra nuestra psiquis y llamó a esa figura ánima o animus según que encarne respectivamente “lo femenino” en el caso de los hombres o “lo masculino” en el caso de las mujeres. Y es fundamental para el desarrollo de nuestro “proceso de individuación” el contacto profundo con esas figuras y la consecuente integración de las mismas. Solo así podemos por lo menos acercarnos a la completud y al desarrollo pleno de nuestra psique.
    Es a través de la interacción dinámica de los polos femenino – masculino, que logramos alcanzar el éxtasis de la reconciliación que ilumina nuestras vidas y nos permite percibir la totalidad de la trascendencia. Y es “a través de la otredad de la relación sexual donde mejor experimentamos el poder dinámico de los opuestos en nuestras energías[4] al punto tal de que “el individuo puede alcanzar en esta experiencia, la sensación de haber trascendido las fronteras de su identidad y de su ego tal como se definen en un estado ordinario de conciencia” como ocurre en el sexo oceánico, cuyo fin es “alcanzar la unión trascendente de los principios masculino y femenino”.[5]
    Esta unión entre lo masculino y lo femenino no está ausente en el mundo de don Juan, según él, el nahual puede ser tanto hombre como mujer. Las mujeres lo fueron al comienzo de su linaje pero su pragmatismo natural los condujo “hacia pozos de practicalidades de los que casi no pudieron salir. Entonces, los hombres asumieron la conducción y los condujeron hacia pozos de imbecilidades de los cuales apenas estamos saliendo ahora”, por lo que, “desde hace unos doscientos años, ha habido un nexo conjunto de esfuerzo, compartido entre un hombre y una mujer. El hombre trae sobriedad; la nujer nahual trae innovación”.[6] 
    Según el Dr. Jung,  es el “ánima”, en tanto personificación de todas las tendencias psicológicas femeninas en la psique de un hombre, la que nos permite entrar en contacto con aspectos de la psique que se consideran atributos esenciales del principio femenino como la habilidad de conectarnos de manera creativa con nuestros sentimientos, nuestra intuición, “las sospechas proféticas, captación de lo irracional, capacidad para el amor personal, sensibilidad para la naturaleza y –por último pero no en último lugar– su relación con el inconsciente”.[7] Es fundamental el papel que el “ánima” cumple como guía del hombre hacia las profundidades de su interior y es ella quien trasmite los mensajes vitales del sí mismo. Por eso es de vital importancia para el hombre hacerse consciente de su “ánima” y que ese contacto profundo le inspire y conduzca hacia su propia totalidad.
    Ya he hablado de mi profunda admiración por la obra de J. R. R. Tolkien y como ella ha influido en mi vida, especialmente su obra cumbre, “El Señor de los Anillos”. Pocos son los personajes femeninos que aparecen en esta obra pero ninguno de ellos pasa desapercibido, todos tienen una importancia fundamental, tal vez porque todos ellos encarnan aspectos de ese principio femenino del que tanto he hablado en estas páginas. Pero quiero detenerme un instante en uno de ellos, Galadriel, la Dama elfa soberana del bosque de Lothlórien. Tolkien retrata en ella de manera excepcional al “ánima” y al papel que ella desempeña. Muchos son los hombres valientes que temen adentrarse en las profundidades del bosque de Lothlórien porque temen encontrarse con la “bruja” que allí reside, sin embargo, una vez que la conocen, ese encuentro marca sus vidas de manera irreversible como es el caso de Gimli, el enano, quien al principio la consideraba su enemiga, pero que, luego de conocerla y al abandonar el bosque, siente que “aunque cayera hoy mismo en las manos del Señor Oscuro, la peor herida la ha recibido en esa separación”.[8] Tal vez su mayor peligro está en que puede adentrarse en las profundidades del corazón de los hombres y conocer por ello sus más oscuros secretos como en el caso de Boromir, a quien atormenta al descubrir su deseo de apoderarse del Anillo. Pero es también la portadora del Espejo de Galadriel, al cual puede ordenar que muestre lo que deseen ver, pero que cuando se lo deja en libertad es que muestra las cosas más provechosas. Cosas que han ocurrido y otras que ocurrirán o no, según que quien mire las visiones se aparte o no del camino que lleva a prevenirlas en el caso que sean malas, o a cumplirlas en caso de que se trate de sueños profundamente atesorados. Y también es Galadriel quien regala a Frodo, el Portador del Anillo, la luz que iluminará su camino y el de Sam, su fiel compañero, en las terribles oscuridades del Mordor, alimentando con ello la débil esperanza, y a Sam las semillas y la tierra que le permitirán reconstruir la Comarca luego de la devastación.
    Todo esto hace el “ánima”, atemoriza y puede llegar a influir de forma destructiva a quien no es consciente de ella, pero inspira y conduce a quien se anima a conocerla. Ella es quien nos muestra las imágenes más profundas de nuestro inconsciente y nos guía en el camino hacia nuestro sí mismo y por lo tanto a nuestra totalidad. Y ella es quien nos permite entrar en contacto con nuestro potencial creativo.

    Por todo esto es que me siento profundamente agradecido a todas aquellas mujeres que de alguna forma u otra han facilitado mi crecimiento, me han puesto en contacto con mi “ánima” y con ello me han ayudado a ser alguien más completo. Y como mi homenaje a todas ellas me permito tomar prestado este poema que una de las mujeres que más quiero en este mundo, mi hija Magdalena, escribiera con solo 11 años y que creo expresa de forma por demás clara lo que siento es el principio femenino.            
  
Sus cabellos dorados caen sobre sus hombros.
Sus ojos grises y maravillosos lucen en su cara hermosa
y  en su alma atrapada que desea libertad.
Pero el amor se la impide y su corazón se la pide
llevándola al escape y al peligro quizá.
Pero al fin su deseo está hecho realidad.
Aunque no está completo, le falta algo más.
Le falta salir a la lucha y a la guerra quizá.
Eso es lo que ella piensa, tal vez no sea realidad
Porque le falta el amor de un hombre
que luego conseguirá.



[1] Chico BUARQUE,  “Gení y el zeppelín” del disco “Chico Buarque en español” año 1984.
[2] Sallie NICHOLS, “Jung y el Tarot”, pág. 109.
[3] Idem, op. cit. pág. 115.
[4] NICHOLS, op. cit. pág. 116.
[5] GROF, op. cit. págs. 247-254.
[6] Carlos CASTANEDA, “El lado activo del Infinito” pág. 93.
[7] Carl G. JUNG, “El hombre y sus símbolos” pág. 180.
[8] J. R. R. TOLKIEN, “El Señor de los Anillos – La comunidad del anillo” pág. 508.