lunes, 18 de julio de 2011

ALBERTO



Nota del autor: Este capítulo no estaba incluido en la edición original del libro que fuera publicada en Montevideo en febrero de 2004 debido a que en ese entonces aún no había tomado contacto con el protagonista del mismo y, por ende, no habían acaecido los sucesos que aquí se relatan. Dudé mucho si incluirlo o no, por un lado creo que Alberto y mi encuentro con él merecen un libro propio, y por otro, quería mantener el libro como una obra acabada. En cuanto al primer punto, llegué a la conclusión de que la inclusión de este capítulo para nada impide que en algún momento encare la realización de un proyecto más ambicioso. Pero lo más importante, creo que Alberto, con su sola presencia, y todo lo que mi encuentro con él ha generado, es perfectamente coherente con el contenido y espíritu original del libro y por lo tanto siento que lo enriquece.
Debo agradecer la inclusión del video a mi hija María Magdalena dado que es de su autoría.


   Hace un tiempo atrás llegó a mi consulta un joven de 17 años que llegó a mí por un problema de adicción a sustancias psicoactivas. Desde el primer momento quedó en evidencia la conflictiva relación que mantenía con sus padres separados desde que él era muy pequeño y que en gran medida lo había llevado al camino del que estaba intentando salir. Si bien había hecho progresos muy importantes que permitían alentar un buen pronóstico, le costaba mucho encontrar motivaciones que dieran sentido a su vida. En una sesión, me contó que antes de comenzar su recuperación, había sentido muchos deseos de quitarse la vida y que había pensado seriamente en hacerlo. Ante mi pregunta de qué sentía en esos momentos, me contestó que creía que ya había vivido todo lo que tenía para vivir, así que le pregunté si aún seguía pensando lo mismo a lo que me contestó que, si bien ya no pensaba en suicidarse, sí seguía creyendo que había vivido todo. Entonces recordé lo que tenía en mi bolsillo y así fue como tuvo en sus manos algo que probablemente nunca más vaya a ver y mucho menos tocar, una piedra de la Luna, traída a la Tierra por uno de los astronautas de la misión Apolo.
    La idea fue demostrarle en dos minutos cómo la vida es tan rica que siempre tiene algo nuevo para regalarnos y por lo tanto, nunca podremos decir que hemos vivido todo lo que teníamos a vivir mientras tengamos aliento. Una vez que me quedé solo, tomé la piedra en mis manos y mientras observaba su hermosura iba tomando contacto con la inconmensurble riqueza de la experiencia humana, nunca en mi vida había imaginado que iba a tener en mi poder durante una semana, un objeto de tamaño valor y mucho menos que iba a servir de herramienta terapéutica.
    Y recordé la noche en que con mis padres observábamos asombrados en el viejo televisor Silvania, a  Neil Armstrong dando su “pequeño paso para el hombre pero gran paso para la humanidad” ¿Cómo podía imaginar que, tantos años después, una de esas piedras que él estaba tocando iba a pasar por mis manos y servir para que un adolescente de este pequeño país comprendiera que la vida tendrá siempre algo con que sorprendernos y que eso es una de las cosas que la hacen más maravillosa? 
    Y la maravilla no está solo en haber sido portador momentáneo de esa bellísima piedra, sino en cómo ella llegó a mí.
    Mi primer contacto con Alberto Zapicán fue telefónico a fines del 2001. Poco tiempo antes había comenzado a padecer de una hernia de disco que si bien en esos momentos había comenzado a ceder en sus efectos, hubo épocas en que los dolores eran tan insoportables que no había analgésico que los calmara y me habían hecho temer seriamente en no poder volver a tener una vida normal. Fue a raíz de esto que Tere, una de mis más queridas amigas, me habló primero y facilitó el teléfono luego, de quien ella creía que podía ayudarme mucho. Poco tiempo después tengo una charla con otra querida amiga a la que no veía desde hacía un tiempo y cuando le comento de la recomendación de Tere, me cuenta que había estado con un problema muy importante de salud y que gracias a este hombre lo había superado de manera cuasi milagrosa, así que me decidí a llamarlo. Pero esa vez no tuve suerte, muy posiblemente el Intento había decidido que aún no era el momento. Pasó el tiempo, mi hernia fue molestándome cada vez menos, volví a tener una vida prácticamente normal, con algunas limitaciones que cuando me excedía me recordaban que mi adversaria seguía allí, hasta que, en la presentación de la primera edición de este libro, un querido amigo al que nunca hubiese asociado con Alberto, me habla de él y me expresa su deseo de ser quién nos presente. Pasó un año y los sincronísmos volvieron a marcarme el camino. Había comenzado a sufrir dolores de cabeza casi a diario y como he aprendido a conocer bastante bien los mensajes de mi cuerpo, entendí que era hora de buscar a alguien que me diera una mano. Concomitantemente tuve que ir a ver a este amigo con quién no estaba desde ese último encuentro y allí vi que era hora de volver a intentar el contacto con Alberto. Así que le pedí el teléfono a este amigo. Lo llamé y comenzó esta historia de la cual la piedra de la luna, el nuevo prólogo y esto que estoy escribiendo, son solo mojones de un camino que no tengo idea a donde llevará, ni cuan largo será, pero que hasta ahora ha sido absolutamente disfrutable y transformador.
    Como ya di cuenta en estas páginas, varios han sido los maestros y maestras que han pasado por mi vida dejando en mi diversas enseñanzas, pero si algo no esperaba al encarar este proyecto, es que encontraría a mi propio “don Juan”. Descendiente directo de charrúas, Alberto es un miembro activo de la nación indígena aunque, como el mismo dice, siempre ha estado con un pie en el mundo nativo y otro en el occidental. Alberto ha tenido una vida larga e intensa, va para los 85, parte importante de los cuales ha pasado viviendo en diferentes comunidades indígenas del continente. Es un verdadero sanador en todo el sentido de la palabra y puedo dar fe de ello sintiendo los efectos de su poder tanto en mi cuerpo como en mi alma.
    Ya desde nuestro primer encuentro Alberto “marcó la cancha”, como al pasar y sin estridencias iba diciéndonos a mi hija Silvina, que me acompañó ese día, y a mí, cosas que apuntaban a lo más profundo de nosotros mismos y que nos golpeaban directamente y lo más increíble, solo observándonos, sin que hubiésemos prácticamente hablado. Enorme fue mi asombro, por ejemplo, cuando con solo mirar a Silvina supo que al nacer había tenido problemas o de ciertos trastornos que la aquejaban para lo cual juntó unos yuyos que había a la vera del camino de ingreso a su casa para que se hiciera una tisanas que le han ayudado muchísimo, evidenciando que ve mucho más allá de la realidad aparente.
    Mucho es lo que hemos hablado y lo que ha hecho en nuestros encuentros, pero me interesa más que nada compartir algo que, además de lo que implicó para mi como aprendizaje, creo encaja perfectamente con el espíritu de todo lo que he venido desarrollando en estas páginas.
    En nuestro primer encuentro nos estaba hablando de su historia entre las dos culturas y de repente, como al pasar, como muchas de las cosas que él dice, dijo que la principal diferencia entre una y otra radica en que, en el mundo indígena, la gente se mueve “sin proyecciones ni expectativas, solo se vive”. Automáticamente sentí “¡esto es gestalt!, es precisamente lo que propone Perls”. El hecho es que Alberto conoce (¿?) muy poco de la Psicoterapia Gestáltica y mucho menos de su fundador, sin embargo, todo en él es sumamente gestáltico, y a su vez, también es profundamente castanediano. Nuevamente aparecen aquí los vínculos de conexión, los padrones que unen. Todo formando parte de la gran trama cósmica y yo ahí, disfrutando de todo ello.
    Pero volvamos al tema de las proyecciones y expectativas. Cuando el niño nace descubre que no puede satisfacer sus necesidades por si solo, no puede alimentarse solo, no puede trasladarse solo, si hace sus hace sus “necesidades fisiológicas” necesita quién lo limpie, etcétera, etcétera, y va descubriendo que todo eso que necesita está en el ambiente, en el mundo exterior, así que aprende a manipularlo. El llanto se convierte en su primer forma de comunicar sus necesidades al ambiente y, en la medida que va obteniendo satisfacción, el ambiente le va reforzando la idea de que ese es un medio válido. A medida que va creciendo va descubriendo que puede comenzar a satisfacer sus necesidades por si solo y también va descubriendo que muchas veces sus intereses se contraponen con los del mundo exterior y aparecen los primeros enfrentamientos. Es así como recuerda a su viejo aliado, el llanto, que, en la medida que no va dando resultados, se va convirtiendo en berrinche en todas sus variantes, incluido el famosos “espasmo del sollozo” que tan en jaque coloca a los padres.
    Concomitantemente con esto va aprendiendo que no solo él pretende cosas del ambiente, también este espera cosas de él y comienzan a aparecer las dichosas expectativas. Los padres esperan que se porte bien, que coma toda la comida, que los deje bien parados frente a los demás, las maestras esperan que sea un buen alumno, tranquilo, aplicado, sumiso, estudioso, y aparecen los premios si se comporta como se espera, o los castigos, desde los más burdos a los más sutiles, si no lo hace.
    A todo esto, ya desde que el niño nace se convierte en soporte de las proyecciones del ambiente. Cada parte de la familia busca en él parecidos que le permitan marcar la pertenencia, “es igualito al padre”, “tiene los ojos de la madre”, “salió a la abuela”. El padre que es un futbolista frustrado, le compra una pelota aunque apenas pueda caminar, lo lleva a la cancha, lo pone a practicar en un club, sin preocuparse mucho si al niño le gusta o no. Y ¡pobre de la niña a la que le guste más jugar al fútbol que con las barbies!, o del niño que se entretenga mucho jugando con sus compañeras, hermanas o primas. Y así va creciendo y las proyecciones comienzan a ser otras, “quiero que hagas una carrera porque yo tuve que salir a trabajar desde chico y no puede estudiar como hubiese querido”, o “ahora que te casaste no pierdas mucho tiempo que me muero de ganas por ser abuela”. Y ese joven que aprendió a necesitar la aprobación y el afecto se va haciendo cargo de todas esas proyecciones y expectativas y va dejando cada vez más de lado sus propias necesidades y deseos, convirtiéndose cada vez más en el ser que los demás esperan que sea y alejándose por lo tanto de su propia esencia. Pero además, como el ambiente va cambiando y con él sus expectativas y proyecciones, debe convertirse en una especie de camaleón que va “cambiando de color según la ocasión”, mimetizándose según el ambiente en que se encuentre.
    Ahora bien, como la persona va perdiendo cada vez más el contacto consigo misma, desconoce sus recursos y potencialidades y comienza a proyectar sus necesidades en el ambiente. Como duda de poder conseguir su propio alimento, espera que los demás se lo provean, como no ha aprendido a confiar en si mismo, o lo que es peor, le han hecho creer que no puede confiar en lo que siente, busca desesperadamente la seguridad afuera, en sus padres, en su pareja, en una institución, lo cual lo pone en situación de gran vulnerabilidad y lo lleva a generar relaciones de dependencia, del tipo que sean. Y como no conoce su propio poder personal, corre detrás de cualquier cosa que le haga sentir poderoso, el dinero, una posición social, un cargo, un título, en una carrera que lo termina consumiendo.
    En suma, vive deseando ser algo que no es, anhelando todo aquello que no tiene, buscando la felicidad en cualquier lugar menos donde realmente la puede encontrar que es su propio interior, como el personaje de “El Alquimista” de Pablo Coelho, recorre medio mundo buscando un tesoro que desde siempre estuvo bajo el suelo que pisaba. Como dice Fritz Perls, tamaña estupidez solo se ve en el ser humano, ninguna otra criatura pretende ser algo que no es, simplemente es. De eso se trata la “tendencia actualizante” de la que hablan Maslow y Rogers, o la “auto-actualización” de la que habla Perls, de que cada uno seamos lo que somos, que nos actualicemos en la mejor versión de nosotros mismos y no de algo que no somos, “es obvio que el potencial del águila se actualizará al surcar el cielo, lanzándose en picada atrapando animales pequeños, y construyendo nidos.
    Es obvio que el potencial de un elefante se actualizará en su tamaño, su fuerza y su torpeza.
    Ningún águila quiere ser un elefante, ningún elefante quiere ser un águila. Ellos se “aceptan” a sí mismos; se aceptan a ellos mismos. No. Ni siquiera se aceptan a sí mismos, ya que esto significaría posible rechazo. Se dan por sentados. No, ni siquiera es esto, ya que implicaría la posibilidad de ser otra cosa. Simplemente son. Son lo que son que son.
    ¡Qué absurdo sería si ellos, como los humanos, tuvieran fantasías, insatisfacciones y auto-decepciones! Cuán absurdo sería que el elefante, cansado de caminar por la tierra, quisiera volar, comer conejos y poner huevos. Y que el águila quisiera tener la fuerza y el cuero duro de la bestia”[1]
    Ahora bien, volviendo a Alberto y a nuestro primer encuentro. Luego de otros sucesos sumamente significativos que fueron demostrándome que estaba frente a alguien con un poder personal enorme, a un verdadero brujo, en todo el sentido que don Juan da al término, pasamos a trabajar sobre el motivo manifiesto de mi visita, mi hernia de disco. Así fue como, luego de unos masajes sumamente vivificantes, procedió a colgarme. Me hizo recostar sobre una camilla que estaba puesta vertical, me puso unos soportes en los tobillos que calzó en unos tubos en la parte inferior de la camilla y fue rebatiéndola hasta quedar horizontal primero para ir inclinándola haciendo que mi cabeza fuera yendo cada vez más abajo. Aunque todavía faltaba bastante para quedar vertical, comencé a sentirme mal, la sensación de pérdida del control era tan intensa que le pedí que me volviera a enderezar. Alberto me explicó que lo que había sentido era normal, que las primeras veces siempre ocurría, pero que las personas se iban acostumbrando. Luego de eso nos despedimos sin quedar más que con la expresión de deseo de volver a vernos.
    Los días que siguieron fueron difíciles para mí, mi cabeza iba a “mil por hora” tratando de digerir todo lo que había pasado en las escasas dos horas que duró ese primer encuentro, pero lo que hacía más figura era como me había sentido estando colgado. Por momentos me convencía de que lo mejor sería no volver, que no tenía necesidad de hacerlo, pero por otros sentía una gran atracción por ese hombre al que apenas conocía pero que tantas cosas me había movilizado. Hasta que decidí comentar lo que sentía con Ana, mi esposa, y, como siempre ocurre, me dio la respuesta justa, me dijo que si tantas resistencias a volver sentía, entonces era que tenía que hacerlo. Así que, con la convicción de que volvería, traté de darme cuenta de que era lo que tantas dudas me generaba y llegué a la conclusión de que todos mis temores a la colgada no eran más que “llamaradas de conciencia” cuya finalidad era generarme una preocupación que me permitiera evitar el contacto con lo que realmente me molestaba, el tema de las proyecciones y expectativas. Me di cuenta que estaba a punto de repetir una forma de funcionar que arrastro desde tiempos inmemoriales y con la que lucho denodadamente, proyectar mi necesidad de aprobación en aquellas personas a las que considero maestros. Cuando me encuentro con alguien en quien veo o intuyo cualidades especiales y la revisto de autoridad, automáticamente trato de convertirme en su “mejor alumno” y demostrarle que lo soy para de esa forma conseguir su aprobación y sentirme por lo tanto reconocido y valorado. Y ahora, al encontrarme con Alberto, estaba a punto de caer nuevamente en la tentación.
    Siento que esta ha sido una verdadera prueba del espíritu, lo pude ver, masticar, lo hablé con él, con Ana, y siento que, tal vez por primera vez en todos estos años, lo estoy digiriendo y modificando. Siento que estoy viviendo un verdadero encuentro, sin proyecciones ni expectativas, donde solo y ¡gracias a Dios!, no tengo más que ser y fluir. Y me acuerdo del querido Fritz y su célebre frase que diera lugar al magnífico libro de Barry Stevens, “no empujes el río porque fluye solo”, y sobretodo de su “oración gestáltica” que muchos critican pero que hoy siento en toda su dimensión:
Yo hago lo mío y tú haces lo tuyo.
No estoy en este mundo para llenar tus expectativas.
Y tú no estás en este mundo para llenar las mías.
Tú eres tú y yo soy yo.
Y si por casualidad nos encontramos es hermoso.
Si no, no puede remediarse.[2]
    De eso se trata mi encuentro con Alberto, yo no proyecto nada en él ni él en mí, por lo tanto ninguno de los dos espera nada del otro, solo nos encontramos y disfrutamos plenamente de ello, y eso lo hace maravilloso.



[1] Fritz PERLS, “Dentro y fuera del tacho de la basura”, pág. 14-15.
[2] Fritz PERLS, “Sueños y existencia”, pág. 16.